Grabación del discurso de Mario Vargas Llosa

24 - 09 - 2010 / Asociación por la Tolerancia

Discurso de Mario Vargas Llosa en la entrega del XIII Premio a la Tolerancia (24/9/2007, Barcelona)

(1ª parte)

(2ª Parte)


Discurso de Mario Vargas Llosa en la entrega del XIII Premio a la Tolerancia

(Transcripción. Barcelona, 24 de Septiembre de 2007)

Señoras, señores, queridos amigos, comenzaré agradeciendo a la Asociación por la Tolerancia este premio que tan generosamente me han dado. Quiero agradecer también muchísimo las palabras de Marita Rodríguez, que ustedes acaban de escuchar. Son palabras impregnadas de generosidad, de amistad, que, desde luego, exageran terriblemente los méritos que yo pueda tener. Este premio, clarísimamente, no se me entrega por mis logros en el campo de la tolerancia sino por mis aspiraciones y mis empeños para tratar de hacerla mía. Como ustedes saben, soy peruano, latinoamericano; es decir, pertenezcoa una cultura en la que casi no hay tradición de democracia sino de intolerancia, de dogmatismo, de intransigencia y fanatismo. La tolerancia es absolutamente indispensable para que haya democracia y para que una sociedad avance hacia la civilización.

En realidad, y ustedes lo saben de sobras, no hay pueblosds que nazcan tolerantes. Todas las sociedades, cuando miran atrás y se adentran un poco en su pasado, lo que descubren es intolerancia, fanatismo, el miedo y el odio hacia el otro, al que ven distinto, al que adora a otros dioses, o tiene otro color de piel, y otras costumbres.... ésa es, desgraciadamente, la más antigua tradición de la humanidad y la fuente de las terribles catástrofes que han acompañado todo el desenvolvimiento humano, desde la época de la caverna y el garrote. Pero en un momento dado de la evolución, afortunadamente, surgió, no sabemosexactamente cuándo, ni por qué, la noción de que la mejor manera de sobrevivir y progresar, es aceptar la diversidad humana y tratar de coexistir en esa diversidad. Ëse es quizás el paso más extraordinario que ha dado la humanidad hacia la paz, hacia la razón y hacia la libertad.

La tolerancia significa, en su definición más simple, aceptar la posibilidad del error en las propias convicciones y creencias, aceptar que quien piensa distinto, a quien consideramos adversario, por ejemplo en el campo político, pueda tener razón y nosotros estar errados; eso es tolerancia; eso es lo que permite el entendimiento con el que es distinto y lo que hace posible la coexistencia en la diversidad, que es el principio mismo de la democracia y de la civilización. Sin embargo, la cultura de la tolerancia está profundamente reñida con nuestros instintos. Nuestros instintos no son tolerantes; nuestros instintos nos llevan a preferir lo conocido a lo desconocido; lo familiar alo que es extraño y exótico a nuestros sentimientos y a nuestras costumbres, y, sobre todo, a nuestras creencias. Y esos instintos, muchas veces, encuentran un terreno propicio para excederse e imponernos conductas que, irremediablemente,producen violencia.

He escuchado con mucha emoción todo lo que se ha dicho en relación con Cataluña y España. Yo quiero mucho a Cataluña; tengo una hija que nació en Sarriá, en uno de esos cinco años que pasó aquí con mi familia; unos años que yo recuerdo con enorme nostalgia, no porque piense que el franquismo fue una buena época para España ni muchísimo menos como alguien ha dicho sino porque en esos años, que eran los otoños finales, justamente, de la dictadura franquista, en España se vivió una época extraordinaria de esperanza y de ilusión, tanto en el ámbito político como en el ámbito cultural. La dictadura estaba allí y todavía cometía desafueros y crímenes, pero, a ojos vista, era una dictadura en declinación y que comenzaba a llenarse de huecos por los que se manifestaban los verdaderos sentimientos del pueblo español, su deseo de transformación, de cambio, de libertad, de democracia, de apertura. Yo creo que Cataluña y, en especial, Barcelona, aprovechó maravillosamente esa circunstancia justamente para abrir las puertas y ventanas y traer a España los vientos de la modernidad política y cultural.

Barcelona fue en esos años, y creo que todo el mundo lo reconoce, la verdadera capital cultural de España; fueron unos años de apertura y coexistencia en la diversidad. Aquí, atraídos por la vivísima actividad cultural, editorial principalmente, vinieron muchos escritores, como yo, latinoamericanos, y también de otras partes, pero fundamentalmente latinoamericanos, porque el clima que reinaba en Barcelona nos hacía sentirnos a todos en nuestra casa. Había un acercamiento con los escritores españoles, que venían también a Barcelona de muchas partes de España atraídos por este mismo clima, y aquí nos hermanábamos y nos sentíamos miembros de una enorme, rica y diversa familia unida por el amor a la libertad y por el amor a la cultura. Todos quienes vivimos de cerca, de dentro, esos años, pensábamos que una vez sobrevenida la democracia y la libertad, Barcelona seguiría en la vanguardia de la gran transformación de España en una sociedad libre, democrática, abierta y creativa. Una de las mayores sorpresas de mi vida ha sido ver que no ocurría eso sino más bien lo contrario. Barcelona ha progresado extraordinariamente desde el punto de vista urbano, arquitectónico, qué duda cabe. Es un centro turístico fantástico que atrae, probablemente más que ninguna otra ciudad española, a los turistas ávidos de belleza y diversión.

Pero esa modernidad y esa transformación no se compadecen, a mi juicio, con lo que ha ocurrido políticamente en Cataluña y en Barcelona. ¿Cómo es posible que una ciudad, la más europea que tenía España, una ciudad con una tradición riquísima de cosmopolitismo, de artistas enloquecidos "en el mejor sentido de la palabra" que trajeron el mundo a Barcelona y que llevaron Barcelona al mundo entero, por su visión universal, por su rechazo de toda forma de provincianismo, pacatería, pueda haberse convertido en un centro donde el nacionalismo político tiene prácticamente cancha libre? Sólo lo entiendo por aquella tradición en la que los instintos vencen a veces a la razón e imponen por encima de los conocimientos, por encima de la experiencia y de la sensatez, una cierta forma de conducta política.

El nacionalismo es un enemigo de la libertad, hay que decirlo con toda claridad y hay que decirlo, desde luego, haciendo la excepción necesaria. No es lo mismo un nacionalismo que se cree con el derecho de matar de un tiro en la nuca o de poner bombas para conseguir sus objetivos que un nacionalismo que funciona dentro de la legalidad y que acude a la persuasión y a los votos para conseguir sus objetivos. Son cosas muy distintas. Hay entre esos dos nacionalismos lo que diferencia a la vida y a la muerte. Pero en el fondo de todo nacionalismo "y lo digo con el respeto y la amistad que tengo con muchos nacionalistas", hay un elemento inevitablemente antidemocrático. Porque, el nacionalismo es la forma "acaso" más actual y operativa del colectivismo y el colectivismo está reñido con la democracia y con la libertad en sus raíces.

El colectivismo es una de esas ideologías que disuelve al individuo en la colectividad y hace de la pertenencia a la colectividad el valor cívico y político supremos. El colectivismo, de pronto, convierte a la raza en el máximo valor, como ocurrió en la Alemania nazi. A veces, el valor supremo es la religión. En el tiempo de las Cruzadas, eso fue una clara ideología de tipo colectivista que hacía de una religión, la única, la verdadera; aquella que tenía el derecho de arrollar y acabar con todas las demás. Otras veces, es la pertenencia a la clase social la que se convierte en el valor supremo, como en la ideología marxista: una clase elegida para salvar a la Humanidad de las cadenas que la tienen aherrojada, y la pertenencia a esa clase es entonces LA virtud, la carta credencial suprema. El nacionalismo hace de la nación esa colectividad cuya pertenencia concede una suerte de superioridad moral y cívica. El nacionalismo está reñido con la tolerancia cuando uno llega a sus raíces, y ello, a pesar del pacifismo y la voluntad de legalidad y democracia que profesan, nadie va a negarlo, muchos nacionalistas.

Por eso hay que combatir el nacionalismo y hay que combatirlo, fundamentalmente, desde la razón y no desde el dogmatismo, y no, desde luego, desde otro nacionalismo. Por eso, la labor que hacen Vds. es una labor magnífica y merece todo el respeto y el apoyo de quienes creen en la democracia y en la libertad. No me cabe duda que son pocos, sé muy bien que el camino que recorren es un camino cuesta arriba y sembrado de obstáculos y dificultades, pero no tengan la menor duda: es el buen combate, es un combate por Cataluña, es un combate por esa Barcelona admirable que tenemos en el recuerdo todos quienes vivimos aquí los años que precedieron a la liberación de España, unos años en que ese sentimiento de libertad, de apertura, de convivencia en la diversidad, de legalidad, se vivió en Barcelona como una atmósfera que era imposible no respirar, porque se transmitía de ciudadano a ciudadano. Que Barcelona, con el crecimiento de los nacionalismos en España, se haya convertido en una ciudad donde reina la intolerancia, donde hay discriminación contra los ciudadanos que se enfrentan a los nacionalistas, es una aberración. Esa no es, esa no puede ser, la verdadera vocación de Barcelona y de Cataluña. Esa no puede ser de ninguna manera la vocación política de una ciudad que ha dado tan grandes artistas, poetas, pintores, arquitectos, escritores, que impresionan y deslumbran a públicos tan ajenos al español.

El nacionalismo es el gran enemigo de la libertad y de la cultura democrática en nuestro tiempo. Y hay que enfrentarse a él con resolución, sin miedo, pero sin perder nunca esa buena costumbre representada por esta Asociación en defensa de la Tolerancia. Quienes estamos contra los nacionalismos podemos equivocarnos, sí. ¿Puede haber circunstancias en que posiciones nacionalistas sean respetables? Sí. Desde luego que hay que defender las culturas minoritarias y las culturas regionales, por supuesto; ellas tienen derecho a la existencia. Todos tenemos derecho a la existencia y, en el campo de la cultura, no puede haber a ese respecto ninguna discriminación. El catalán fue, en muchos momentos de la Historia de España perseguido, discriminado, sí. ¿Eso justifica que, desde la cultura catalana se pueda discriminar o minusvalorar la cultura castellana?, no. Una cosa no se desprende de la otra, al contrario. Ya lo hemos oído y es algo obvio, pertenecer al mismo tiempo a dos tradiciones culturales, a dos lenguas, es una riqueza y lo es, más que nunca, en un mundo como el nuestro que es un mundo abierto justamente a la diversidad, un mundo en el que las fronteras han comenzado a evaporarse y en el que están mucho mejor preparados para el combate por la vida y por la superación quienes pertenecen a más ámbitos o tradiciones culturales. Dentro de ese contexto, la situación de Cataluña es realmente privilegiada y nada de eso justifica al nacionalismo, sino exactamente todo lo contrario.

En mi experiencia, que va siendo larga, quizá el hecho más extraordinario que me ha tocado presenciar en mi vida es la transformación de España: de un país subdesarrollado, en un país moderno; de una dictadura, en una democracia funcional; de un país ensimismado y encerrado sobre sí mismo, en un país abierto al mundo e integrado en Europa; de un país pobre, en uno muy próspero. Esa es una evolución que tiene que llenar de orgullo a todos los españoles. Pero esa transformación tiene, como una pequeña mancha en el corazón, un peligro. Un peligro de desmoronarse o deshacerse internamente. Y ese peligro es el nacionalismo, mejor dicho, son los nacionalismos. Los nacionalismos pueden empezar a erosionar profundamente todo lo logrado. Es una ingenuidad pensar que la historia de los países es irreversible, que lo alcanzado no se puede perder. Y nosotros lo sabemos, porque en esta época hemos presenciado la caída de imperios que parecían inamovibles, de sociedades que parecían haber alcanzado un nivel de desarrollo que era ya indestructible. El extraordinario progreso de España en todos los ámbitos es un progreso que puede empezar a erosionarse y desplomarse, si la intolerancia, que es el rasgo característico de los nacionalismos, se impone sobre la racionalidad. Y esta convivencia que han garantizado los consensos extraordinarios que se alcanzaron durante la transición se resquebrajan, y nada puede contribuir tanto a resquebrajarlos como los famosos nacionalismos identitarios que, por tener una mirada hipnóticamente clavada en la rama, se niegan a ver el bosque, el conjunto de la sociedad.

Voy a terminar por donde empecé, aunque antes quisiera mencionar al hipopótamo que aparece en este cartel y en las invitaciones que Vds. han recibido y también por eso tengo que dar gracias a la Asociación por la Tolerancia. El hipopótamo es para mí un animal carísimo, mi animal totémico, en cierta forma. Es un animal aparentemente muy feo, pero en realidad es un animal  "pura pinta". Detrás de esa enormidad y esa aparente ferocidad hay un ser absolutamente benigno que tiene una garganta muy pequeñita y que, por lo tanto, no puede comer sino hierbas o los animalitos inocentes que, desprevenidamente, se le meten en la boca. Es un animal que ha hecho suya la famosa consigna de los años 60: hacer el amor y no la guerra. No es un animal que haga la guerra, no es un animal que destruya, mate,... y, en cambio, es un animal que le encanta hacer el amor. Es verdad que hace el amor de una manera ruidosa y espectacular y a la distancia parecería que está haciendo la guerra, pero no; está gozando y divirtiéndose. De tal manera que, quienes creemos en la democracia y en la libertad, quienes pensamos que es mil veces preferible hacer el amor que la guerra, podemos sentirnos muy cerca y muy afines a este hipopótamo que tengo detrás.

Nada más, termino por donde comencé, agradeciéndoles muchísimo, de todo corazón, este premio que recibo como un mandato de comportamiento. Les prometo que hará todo cuanto pueda para no defraudarles.

Muchas gracias.