Las secuelas de la izquierda reaccionaria

13 - 07 - 2021 / FÉLIX OVEJERO - EL MUNDO

Las secuelas de la izquierda reaccionaria

Quienes realizan previsiones en serio anticipan el declive de la retórica de izquierda reaccionaria (Astral Codex Ten, The Rise And Fall Of Online Culture Wars, 2021). Dios lo quiera. Mientras llega la buena nueva, quizá sea hora de calibrar los destrozos. Que no han sido escasos. Y todavía no plenamente reconocidos. Aún están por llegar los efectos retardados, esos que enquistados en la academia prolongarán las patologías durante generaciones. Si tienen dudas repasen los productos de ciertas disciplinas con notoria alergia al control empírico y lógico de los argumentos: sintomáticamente, los más populares en el gremio (M. Cabello, Another front in the 'replication crisis': replicated papers less likely to be cited, The Academic Times, 2021). Allí encontrarán desprecio a la buena ciencia (cuando no a la razón), rechazo sin reservas del proceso globalizador, lamentos por la pérdida de las tradiciones y hasta exigencia de especiales protecciones legales para las religiones. Todo ello cosido con el desprecio a conquistas civilizatorias indiscutibles acusadas de "eurocentristas". En ese ecosistema ha crecido una parte importante de nuestra izquierda política a la que uno no se cansa de recomendar la relectura -si es que hubo lectura, que ya es mucho suponer- de El Manifiesto Comunista.

Los efectos retardados más inquietantes afectarán menos a las ideas que a la pervivencia de la atmósfera que los hizo posibles. Porque la irracionalidad de las ideas se acompañó de la irracionalidad en los procedimientos para defenderlas. Me explico. El nuevo oscurantismo se desplegaba en dos planos: las tesis y el trato con las tesis. Las tesis, y solo escribir la palabra se estremece mi sensibilidad de filósofo de la ciencia, son conocidas: un confuso popurrí de relativismo de raíz postmoderna, las peores variantes del multiculturalismo y un antinaturalismo constructivista ("la biología es artificio") que, casi siempre, es vulgar ignorancia de la ciencia. El mejunje, en diferentes proporciones, servía para descalificar la herencia ilustrada, reivindicar las tradiciones en nombre de la identidad y despreciar al feminismo de raíz igualitaria. En fin, ya conocen -y padecen- los cuentos.

Pero más inquietante resultaba la otra dimensión del trastorno, la manera de defender las ideas: negando la crítica. Las discrepancias se consideran agravios, ofensas o provocaciones, cuando no causa de traumas irreparables. La corrección política, que comenzó -hace ya más de 20 años- con simples recomendaciones retóricas, fue solo el principio de una operación que ha alcanzado incluso a sólidas revistas académicas: se vetan resultados, se denigran investigadores y se estigmatiza la duda. No es que se acalle a los discrepantes es que se acalla a quienes recuerdan que no se debe acallar a los discrepantes. O se les acusa de estar al servicio de oscuros intereses, de no ser santos y buenos como nosotros. La cosa es tan seria que ya comienzan a aparecer revistas (Journal of Controversial Ideas) donde los autores publican con seudónimo para no sufrir acosos, amenazas o perjudicar sus carreras.

Las consecuencias del segundo trastorno son diversas. Casi todas tienen que ver con una circunstancia que a veces se olvida acerca de cómo tasamos las ideas: lo importante no es el qué (se defiende) sino el cómo (se defiende). Por eso no nos vale una "teoría" correcta (la deriva continental, por un suponer) avalada por malas razones ("está escrito en un libro sagrado"). Una teoría sin justificación no es una teoría. Aún más, si Dios apareciera en la Moncloa y nos revelara los conocimientos del año 2500 ni siquiera lo entenderíamos. Nuestra cara de perplejidad sería la misma que la de una persona del siglo XII a la que le decimos -sin argumentárselo- que la velocidad de la luz es finita. Para entender una teoría necesitamos su fundamentación, la trama conceptual que la avala, incluidos experimentos y razones. No hay otro modo de asegurarnos de que disponemos de las mejores ideas que hacer uso de los correctos procedimientos. Entre estos se incluye, prioritariamente, la posibilidad de someterlas a críticas. La libertad de pensamiento. Sin esta ni siquiera podemos confiar en nuestras ideas. Por eso, las tesis insensatas, desprovistas de razones, se tienen que sostener en más prohibiciones. El oscurantismo de las ideas y el de los procedimientos se ceban mutuamente. Un perfecto círculo de cerrilismo. Y una fuente de patologías para la democracia.

La primera, la llamada superioridad moral de la izquierda, según la cual, nuestras opiniones no son nuestras porque son mejores, sino que son mejores porque son nuestras. El problema no radica en sostener la calidad de las propias tesis. Todos creemos que nuestras ideas son las buenas. De otro modo, tendríamos otras. Es una inconsistencia pragmática defender unas ideas y, a la vez, sostener que no son defendibles. La superioridad patológica, la que invalida el debate, es aquella que asume que los demás no están convencidos de la superioridad de las suyas, que no las defienden porque crean que sean mejores, sino por razones espurias. Cualquier conversación, para prosperar, requiere una presunción de honestidad entre los participantes. Si la negamos, si pensamos que los otros están al servicio de oscuros intereses, se acaba el debate democrático. Eso sucede cuando se recusan opiniones por razones distintas a sus avales argumentales.

La segunda, más de principio, descalifica un sólido fundamento de la democracia: se niega la autonomía de los ciudadanos, su capacidad para decidir cómo quieren vivir. Mutatis mutandis, en los asuntos morales -y por extensión, en los políticos- sucede lo mismo que con los del conocimiento: lo que importa no es tanto qué (se decide) sino cómo (se decide), las condiciones de elección. Lo condenable no es (la elección de) el velo, sino que no se puede decidir no llevarlo (sin costes personales). Y quien dice el velo, dice la trama de chantajes que nos impiden vivir como quisiéramos vivir, y que, cuando se imponen, nos rebajan nuestra condición de sujetos morales, nos empeoran como personas. Esa es la razón última (liberal) para defender la democracia, su meollo, la autonomía personal: vale no por lo que permite escoger, sino porque hace valiosas las elecciones, las convierte en elecciones morales, responsables. No es retórica, que estamos ante asuntos muy serios: el sentido más genuino de nuestra condición de personas morales. Lo escribía hace unos años el maestro Francisco Laporta: "Ser actor de mi vida es lo que me constituye en persona en sentido moral, lo que me hace acreedor de mérito moral". Todo eso se niega cuando el debate moral se cancela con prohibiciones y señalamientos (como ha sucedido, por cierto, entre economistas a cuenta del caso Mas-Colell, que ha confirmado la penosa calidad moral de no pocos académicos tan sobrados por lo común a la hora de señalar el escaso amor a la verdad de otros gremios).

La última patología debería preocupar a los supuestos progresistas, siquiera por cálculo político. Y es que la estrategia que suprime la posibilidad de la crítica complica la defensa de las buenas ideas, entre otras razones porque impide distinguirlas de las malas. Ante la imposibilidad del debate, ni siquiera cabe estar seguro de las propias opiniones. Y eso tiene consecuencias políticas. Si las buenas ideas, que las hay (sobre las minorías, la igualdad, los excluidos o los extranjeros), se defienden como tradicionalmente se defendieron las malas, mediante vetos y condenas, existe el peligro de que los ciudadanos, que no perciben otra justificación de las buenas ideas que el "prohibido pensar", cuando reparen en ello, se dejen vencer por sus pasiones más turbias, por sus instintos, el racismo en primer lugar. Es la inexorable senda que conduce de la corrección política a Trump. Si la única razón que me lleva a sostener una opinión es que se trata de la opinión debida, el día que suficientes temerarios -o insensatos- se animen a decir públicamente lo que realmente siento, allí me encontrarán, reconciliado con la bestia. No importa que mi auténtica opinión sea una locura, que muy probablemente lo será, puesto que nunca ha sido sometida a escrutinio racional: invocaré la libertad para defender las locuras. Cuando la presión del grupo es el único fundamento de las opiniones, la espiral del silencio se rompe de la peor manera, como precisó para siempre Timur Kuran en Private truths public lies.

Nos jugamos la democracia, la democracia de calidad. No resulta sencillo precisar cuál es la buena sociedad, pero sí algunas de sus condiciones; entre ellas, hay una fundamental, la libertad en su sentido más genuino, republicano: la posibilidad de decir que no. Solo entonces, cuando discrepar no requiere heroísmos, podremos estar seguros de nuestros acuerdos. Es la diferencia entre la unanimidad que es resultado de la discusión y la que impide la discusión.

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