Texto del discurso de aceptación del Premio a la Tolerancia 2017

27 - 10 - 2017 / ANA BELÉN MORENO MOLINA

Discurso de aceptación del Premio a la Tolerancia 2017

Buenas noches, gracias a todos por asistir y a La Asociación por la Tolerancia por hacer posible que hoy estemos aquí reunidos.

Me siento emocionada por este premio, que es compartido con otras muchas personas y entidades que lo merecen por sus acciones, su entrega y su lucha incansable por el reconocimiento de los derechos lingüísticos.

A muchos de vosotros os conozco. Gracias por vuestro apoyo en Balaguer, por compartir denuncias en el Parlamento europeo y por permitirme celebrar juntos en el “Pati Llimona” el Día Internacional de la Lengua Materna.

De esto quería hablaros, de la LENGUA MATERNA. Dos sencillas palabras que son expresión de nuestra identidad más arraigada, la que heredamos de nuestros padres y que nos acompaña a lo largo de nuestra vida. Nosotros la proyectamos en nuestros hijos. En Cataluña, por desgracia, algunos tratan de evitar que ese natural trasvase sea real: ponen todos los medios para que nuestros hijos no la sientan como suya, y pretenden que adopten como propia una ajena a la lengua de su hogar.

Las instituciones y aquellos que ejecutan sus órdenes no dan al castellano valor educativo y cultural, quieren relegarlo a ámbitos coloquiales o informales. No lo quieren como lengua de cultura y lo menosprecian para sustituirlo por la hegemonía del catalán, la otra lengua oficial a la que dotan de un trato especial para convertirla en lengua indispensable en todos los ámbitos de la comunidad.

En la defensa del castellano como lengua materna, y en mi voluntad de que comparta espacio en la escuela con el catalán comenzó la andadura que me ha traído a esta Sala para recibir el Premio a la Tolerancia que me conmueve ahora.

Una camino que quiero contarles porque la sociedad debe saber de la lucha que llevamos a cabo muchos padres y madres, cada vez más, contra la injusticia educativa, que a nivel lingüístico que impone la Generalitat.

Yo no era consciente, cuando vine a vivir a Cataluña, de los entresijos de lo que se denomina escuela catalana. Los empecé a descubrir cuando mi primer hijo fue a la guardería y me di cuenta de la falta de sensibilidad hacia la lengua castellana. Dejaba a mi bebé en manos de una desconocida que jamás le hablaba en la lengua de mi familia. Esta situación, incomprensible para mí, me inquietaba y era aplacada por la monitora con un “tranquila, cuando vaya a primero ya le enseñaran castellano”.

Mi hijo empezó primero e inocentemente les creí. ¡Por fin iban a enseñar mi español en el aula! Cogí su libro de ¡LENGUA CASTELLANA!, y me sentí estafada. Las expectativas de que la enseñanza de castellano fuera equiparable a la del catalán, se desmoronaron.  Un jarro de agua helada, que me hizo reaccionar e indagar para buscar soluciones a mis inquietudes.

Pregunté a la Jefa de estudios del centro sobre la elección del libro de enseñanza en la biblioteca del colegio – sirva de anécdota que solo había un puñado de libros en castellano a partir de tercer curso de primaria-.  Toda orgullosa, me confeso que el mérito era suyo. Se ufanaba de la elección de un libro mediocre y lo adornaba con explicaciones absurdas y rocambolescas, para convencerme de que el sistema educativo vigente garantizaba la competencia en ambas lenguas al mismo nivel.

En perfecto catalán pretendió tranquilizarme: “cuando acabe 6º tendrá un nivel adecuado de castellano”; “Además, tu eres castellana, no te preocupes por tus hijos.”

Me trasmitió de todo menos tranquilidad. Sus argumentos eran inverosímiles, huecos, carentes de sentido común. Había esperado 6 años, pero no podía aguantar otros 6 años más. Demasiado tarde para mis hijos.

Garantizar el derecho de que los niños tuvieran una educación digna pasaba por la conjunción lingüística, con una presencia normalizada del y en castellano en el aula. Mi lengua no debía ser tratada como una lengua extranjera de tercera categoría. Me propuse cambiar esa situación, de la página web de Convivencia Cívica Catalana descargué un formulario para solicitar la enseñanza bilingüe y lo presenté en el Departamento de Educación.

A principio del 2015 recibí una resolución, firmada por la Consellera de Educación, señora Rigau, en la que me negaba rotundamente mis derechos. Entre tanto, busqué colegios donde se impartieran más horas de castellano o, aunque impartieran las mismas horas, la enseñanza en castellano, tuviesen más calidad. Para conseguirlo tendría que irme de la comunidad autónoma o quizás a Andorra, pero no era posible en Cataluña, a no ser que fuese a un colegio privado en otra provincia, y lejos de mi nivel adquisitivo. Acudí a Inspectores de educación de Lérida para que me ayudaran a encontrar un colegio con dichos requisitos. Solo conseguí que se mofaran de mí, repitiendo el mantra una y otra vez, de que en todos los colegios se imparte un nivel de castellano suficiente, y que acaban la primaria con los conocimientos en ambas lenguas.

Me quedaba la alternativa del recurso contencioso-administrativo. Por internet encontré una asociación, la Asamblea por una Escuela Bilingüe, y de la mano de Ana Losada y Pepe Domingo -ellos apoyan a las familias que quieren más enseñanza en castellano- presenté el recurso ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que, en junio del 2015, dictó un auto de medidas cautelares que obligaba al centro educativo a impartir, al menos un 25% de horas lectivas a la semana en español. Lo que se traduce en una asignatura troncal a la semana.

El colegio, remolón, no hizo nada hasta septiembre, el septiembre del 27-S, aquel en el que los catalanes estábamos llamados a votar en las elecciones que el nacionalismo catalán denominó plebiscitarias. En ese ambiente general -tenso por la situación social y política que vivimos en los últimos años y que parece que va a quedarse-, se desarrolló el inicio del curso escolar.

El 4 de septiembre el director del colegio hizo un comunicado de prensa a los medios nacionalistas, y difundió un vídeo de ámbito local, en el que daba datos suficientes (“una familia con dos hijos” los cursos afectados con la imagen de la línea en la que estaba mi hijo) para poder ser identificada. El Consejo Escolar celebró reuniones de urgencia e incluso una persona de ERC pidió el boicot a mi negocio: “NO AL PETIT MON”. Alvar Llobet Sotelo, periodista de Nació Digital, se colgó la medalla de la primicia y delató a mi familia, la familia que había solicitado el castellano en la escuela. Estos datos, en una ciudad pequeña como Balaguer, incendiaron las redes y los grupos de whatsapp, Facebook, twitter… hicieron el resto.

Los daños que el nacionalismo nos ocasionó fueron desmesurados, algunas personas se emplearon con ensañamiento y regocijo. Hacían llamamientos al diálogo, como si nosotros nos hubiéramos negado, mencionaban provocadoramente nuestro nombre en los medios para que saliésemos voluntariamente del anonimato, nos acosaban, y nos llamaban con perseverancia periodistas y políticos para que “por nuestro bien” diéramos marcha atrás.

También salieron a la calle, convocados por algunos partidos políticos y asociaciones, para solidarizarse con los padres “afectados del Gaspar de Portolà”. El concejal de educación del ayuntamiento del PSC, y el presidente de la Fapac de Lleida, Ismael Alfaro, trataron de convencerme de los beneficios de la inmersión y la necesidad de asegurar la paz social. Todos querían que recapacitase, y me presionaban para que renunciará a lo que me habían reconocido los Tribunales: mis hijos tenían derecho a recibir en su grupo un mísero 25% de clases en castellano a la semana. Lo hacían por mi bien y el de mis hijos, pero me amenazaban.

Nunca imaginé que pudiesen llegar a tanto, ni en la peor de mis pesadillas.  Comprobé que quienes me coaccionaban eran personas carentes de humanidad y del sentido del análisis. Eran capaces de justificar cualquier barbaridad para impedir que en dos cursos de la escuela se impartieran tres horas más de castellano a la semana.

¿Qué vara de medir utilizan los nacionalistas? Se me ha acusado de maltratar a mis hijos, se ha pedido que me retiren la custodia por mi ideología. Ni en un caso de pederastia en el pueblo se lio tal revuelo.

Nos han hecho daño, pero no han logrado minarnos el juicio. Mis hijos nunca volvieron al colegio, no era seguro para ellos. Salieron de su entorno, renunciaron a sus amigos, cambiaron de maestros y rutinas. Su vida y la nuestra se transformó. La opción de escolarizarlos en la comarca era inviable. A día de hoy no puedo decir que la relación de mis hijos con sus anteriores compañeros se haya normalizado. Los perjuicios sociales y económicos para mi familia han sido enormes, un quebranto abismal, y los daños no han sido resarcidos.

En aquella situación, el titular de un periódico anunciaba que el curso escolar había comenzado con normalidad en Balaguer. Un sarcasmo desde luego. Aquel inicio de curso del 2015 no fue nada normal para nosotros, tampoco para los nacionalistas.

Alguien pudiera pensar que la lucha de mi familia no ha valido la pena. No es así.

Ha permitido desenmascarar al nacionalismo. Es dañino, no le importa usar a niños e infligir daños directos y colaterales para mantener su modelo “de escuela tolerante”, “su ejemplo de cohesión social” y “su modélica escuela catalana”, donde cabemos todos.

Pero también mi rebeldía ha servido para abrir camino a otros, que ahora suman mi precedente para reclamar el derecho a escolarizar a sus hijos también en castellano. Por eso, quiero aquí reivindicar el inconformismo. Sirve para romper un modelo impuesto con la condescendencia de muchos que vulnera el derecho a ser educado también en castellano, la lengua materna de muchos de nosotros.

No es un pecado pensar por nosotros mismos, analizar e investigar el porqué de las cosas, reivindicar nuestros derechos en igualdad de condiciones a los de los catalanohablantes, y cuestionar el modelo de inmersión lingüística obligatoria. Yo no me conformé con la vulneración de los derechos de mis hijos, porque creo que tienen derecho a una enseñanza digna y de calidad, donde el uso del castellano esté tan normalizado como está ahora el catalán; porque deseo que mis hijos tengan un nivel de castellano culto;  porque quiero que crezcan usando ambas lenguas por igual, en cualquier índole;  porque merecen ser educados para la libertad de pensar, analizar y cuestionar; y porque tienen que ser capaces de documentarse, ser críticos ante los populismos y   sacar sus propias conclusiones. Porque, en definitiva, no quiero que les muevan los hilos y los conviertan en títeres de otras personas que quieren imponerles sus ideales, menospreciando sus derechos y sus intereses. Mis hijos los quiero libres, y que sigan a Kant, “SAPERE AUDE” ten el valor de usar tu propia razón, atrévete a pensar “ 

Ahora bien, no puedo negarlo. He de decir que la lucha ha sido y sigue siendo dura para muchos de los que estamos está noche aquí. Pero estamos abriendo camino de forma cívica, con la fuerza de no sentirnos solos, la valentía, y abnegación de padres y madres, y la ayuda de profesionales y asociaciones. Pero estamos cambiando muchas cosas a nivel judicial y social. Si, incluso, el Síndic de Greuges ha tenido que reconocer que la Administración educativa catalana vulnera los derechos de mi familia, y ha aconsejado que se redacte un protocolo contra el acoso en la escuela a los castellanohablantes. Ahora sólo falta que le haga caso la Generalitat.

Estoy segura de que, a pesar de los sinsabores, lograremos el reconocimiento del castellano como lengua vehicular de enseñanza, sin necesidad de tener que reclamarlo ante los Tribunales, y sin impedimentos. Es hora de que se respeten los derechos lingüísticos de todos, ya sea con líneas educativas diferentes o con modelos de conjunción lingüística. La solución es que se reconozca y garantice a los padres su derecho a elegir, si ELEGIR, la lengua en la que se eduquen a sus hijos. Como padres es nuestro deber querer lo mejor para ellos, velar por su seguridad, su bienestar y dotarles de las herramientas suficientes para su futuro. Desde luego, unos proyectos respetuosos con los derechos lingüísticos de los alumnos, son la mejor garantía de prepararlos para el mercado laboral, cambiante e incierto.

En estos tiempos agitados, permitidme que concluya reclamando una escuela neutral, en la que se eduque en valores democráticos y no se adoctrine en el nacionalismo y en el odio al diferente. Una escuela en la que no se escatimen esfuerzos para formar a buenos profesionales, y en la que en los procesos de selección no se premie determinada ideología si no que se valore la competencia. Es responsabilidad de todos nosotros, y por eso luchamos, encaminar a nuestros hijos hacía la excelencia y sobre todo hacer que sean grandes personas. En eso estamos.

Nuevamente gracias,