El Manifiesto de los 2.300

El País, domingo, 5 de julio de 1981:

Los abajo firmantes, intelectuales y profesionales que viven y trabajan en Cataluña, conscientes de nuestra responsabilidad social, queremos hacer saber a la opinión pública las razones de nuestra preocupación por la actual situación cultural y lingüística. Llamamos a todos los ciudadanos para que suscriban y apoyen este manifiesto, que no busca otro fin que el de restaurar un ambiente de libertad, tolerancia y respeto entre todos los ciudadanos de Cataluña, contrarrestando la actual tendencia hacia la intransigencia y el enfrentamiento entre comunidades, lo que, de no corregirse, puede originar un proceso en el que la democracia y la paz social se vean amenazadas. No nace nuestra preocupación de posiciones de prejuicios anticatalanes, sino del conocimiento de hechos que vienen sucediéndose desde hace tiempo, en que derechos tales como los referentes al uso público y oficial del catalán y el castellano, a recibir la enseñanza en la lengua materna o a no ser discriminado por razones lingüisticas -derechos reconocidos por el espíritu y la letra de la Constitución y el Estatuto de autonomía, leyes básicas que nosotros estaremos siempre dispuestos a defender- están siendo despreciados, no sólo por personas o grupos particulares, sino por responsables de poderes públicos, sin que el Gobierno central, hasta ahora, ni los partidos políticos, parezcan dar importancia a este hecho gravísimamente antidemocrático, por provenir precisamente de instituciones que no tienen otra finalidad que la de salvaguardar los derechos de todos los ciudadanos.

No hay, en efecto, ninguna razón democrática que justifique el propósito de convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña, tal y como lo muestran, por ejemplo, los siguientes hechos: presentación de comunicados y documentos del actual Gobierno de la Generalidad y de parte de los organismos oficiales redactados exclusivamente en catalán; uso casi exclusivo del catalán en reuniones oficiales; nuevas rotulaciones públicas exclusivamente en catalán; declaraciones de organismos oficiales y de responsables de cargos públicos que producen malestar entre la población, como las recientes del Colegio de Doctores y Licenciados de Cataluña y de responsables de cargos del actual Gobierno de la Generalidad; proyecto de leyes, como el de «normalización del uso del catalán», que no tienen en cuenta la realidad social y lingüística de Cataluña, etcétera.

Partiendo de una lectura abusiva y parcial del artículo 3 del Estatuto, que habla del catalán como «lengua propia de Cataluña» -afirmación de carácter histórico y no jurídico-, se quiere invalidar el principio jurídico que el mismo articulado define a renglón seguido al afirmar que el castellano, lo mismo que el catalán, es lengua oficial de Cataluña. Si el castellano es también lengua oficial de Cataluña, su desaparición de la vida pública sería un motivo de discriminación para la mitad de la población de Cataluña que tiene como lengua propia el castellano. El principio de cooficialidad, pensamos, es muy claro y no supone ninguna lesión del derecho a la oficialidad del catalán, derecho que todos defendemos hoy igual que hemos defendido en otro tiempo, y acaso con más voluntad que algunos de los personajes públicos que ahora alardean de catalanismo.

No nos preocupa menos contemplar la situación cultural de Cataluña, abocada cada día más al empobrecimiento de continuarse aplicando la política actual tendente a proteger casi exclusivamente las manifestaciones culturales hechas en catalán, como lo mostraría una relación de las ayudas económicas otorgadas a instituciones oficiales o particulares, grupos de teatro, revistas, organización de actos públicos, jornadas, conferencias, etcétera. La creación cultural en castellano, que es también un enriquecimiento para Cataluña, empieza a carecer de medios económicos e institucionales no ya para desarrollarse, sino para sobrevivir. Esta marginación cultural se agrava si pensamos que la mayoría de la población castellanohablante está concentrada en zonas urbanísticamente degradadas, donde no existen las mínimas condiciones sociales y materiales que posibiliten el desarrollo de su cultura.

Resulta en este sentido sorprendente el argumento con que altos cargos del actual Gobierno de la Generalidad tratan de justificar la sustitución del castellano por el catalán como lengua escolar de los hijos de los inmigrantes. Se dice sin reparo que esto no supone ningún atropello, porque los inmigrantes «no tienen cultura» y que, por tanto, ganan mucho sus hijos pudiendo acceder a alguna. Sólo una malévola ignorancia puede desconocer que todos los grupos inmigrantes proceden de solares históricos cuya tradición cultural en nada, ciertamente, tiene que envidiar a la tradición cultural catalana, si más no, porque durante muchos siglos han caminado juntas construyendo un patrimonio cultural e histórico común que hoy debiéramos, más que nunca, afianzar. Que una desgraciada situación económica, creada por el franquismo, haya obligado a miles de familias a dejar su tierra es ya lo bastante penoso como para que, además, se acentúe su despojo con la pérdida de su identidad lingüística. Cuando esta situación se da, cumple a la sociedad remediar en los hijos la injusticia cometida con sus padres. Nadie, sea cual sea su origen, nace culto, pero todos nacen con el inalienable derecho a heredar y acrecentar la lengua y cultura de sus padres. Nadie nace con una lengua, pero todos tienen derecho a acceder al conocimiento de ese vehículo intelectual y afectivo que une al niño con sus padres y que, además, comporta toda una visión del mundo. Resulta, por tanto, insostenible pretender que esa inmensa mayoría de inmigrantes, que comparte la lengua española, no forma una comunidad lingüística y cultural, sino que sólo posee retazos de culturas diversas reducibles a folklore. Que digan esto los mismos y razonables defensores de la unidad idiomática de Cataluña, Baleares y Valencia -unidad, si acaso, menor que la de las diversas hablas de la lengua española- resultaría intrascendente si el resultado no fuera el de disgregar esa conciencia cultural, común y solidaria, que hoy tanto necesitamos. ¿Habrá que recordar que la lengua de Cervantes, en la actualidad, no es ya el viejo romance castellano, sino el fruto de aportaciones de todos los pueblos hispánicos y que sirve para unirnos cultural y solidariamente con otros pueblos del mundo?

Se comprenderá que no estamos, evidentemente, en contra del conocimiento del catalán ni de su uso por parte de quien lo desee, sino de la pretensión de sustituir, por principio y mayoritariamente, la lengua de los castellanohablantes por el catalán, sustitución que ha de realizarse de grado o por fuerza, como algunos llegan a decir, mediante la persuasión, la coacción o la imposición, según los casos.

Se dice que la coexistencia de dos lenguas en un mismo territorio es imposible y que, por tanto, una debe imponerse a la otra; principio éste no sólo contrario a la experiencia cotidiana de la mayoría de los ciudadanos de Cataluña -que aceptan de forma espontánea la coexistencia de las dos lenguas- sino que, de ser cierto, «legitimaría» el genocidio cultural de cerca de tres millones de personas.

Se suele presentar en contra de las preocupaciones aquí manifestadas acerca del futuro de la lengua castellana en Cataluña el hecho -conocido de que gran parte de los medios de comunicación (cine, TV, Prensa, radio) siguen expresandose en castellano. No creemos que pueda ser negativo el que existan medios de comunicación que se expresen en castellano, porque responden a una necesidad social. Lo negativo será que no se creen otros tantos medios, o más, de expresión en catalán. No creemos honesto el argumento que trata de hacer responsables a los castellanohablantes de esta falta de medios de comunicación en catalán. Afróntese la situación en sentido positivo, construyendo y desarrollando la lengua y cultura catalanas y analizando las verdaderas causas lingüísticas y culturales que puedan impedir su desarrollo y no intentando empobrecer, culpabilizar o desprestigiar a la lengua española.

No podemos pasar por alto en este análisis la situación de la enseñanza y los enseñantes. El ambiente de malestar creado por los decretos de traspasos de funcionarios ha puesto de manifiesto una problemática a la que ni el Gobierno central ni el de la Generalidad han dado hasta ahora una respuesta seria y responsable. Se parte de no reconocer la existencia de dos lenguas en igualdad de derechos y que, por tanto, la enseñanza ha de originarse respetando esta realidad social bilingüe, mediante la aplicación del derecho a recibir la enseñanza en la propia lengua materna a todos los niveles. Este derecho está siendo hoy públicamente contestado y empieza a no ser respetado con relación al castellano, como sí no fuera el mismo que se ha esgrimido durante años para pedir, con toda justicia, una enseñanza en catalán.

De llevarse adelante el proyecto de implantar progresivamente la enseñanza sólo en catalán -no del catalán, lo que indiscutiblemente sí defendemos-, los hijos de los inmigrantes se verán gravemente discriminados y en desigualdad de oportunidades con relación a los catalanohablantes. Esto supondrá, además, y como siempre se ha dicho, un trauma cuya consecuencia más inmediata es la pérdida de la fluidez verbal y una menor capacidad de abstracción, comprensión y adaptación.

Se intenta defender la enseñanza en catalán para todos con el argumento falaz de que, en caso contrario, se fomentaría la existencia de dos comunidades enfrentadas. Falaz es el argumento porque el proyecto de una enseñanza sólo en catalán puede ser acusado -y con mayor razón- de provocar esos enfrentamientos que se dice querer evitar. Se quiere ignorar, por otra parte, que actualmente ya existe esa doble enseñanza en catalán y castellano sin que ello sea causa de enfrentamientos. Sí lo será, indudablemente, el ver cómo se respetan los derechos lingüísticos de unos y no de los otros.

Tampoco podrá achacarse a la coexistencia de las dos lenguas los posibles conflictos nacidos de diferencias sociales -agudizadas ahora por la crisis económica y el paro-, diferencias que coinciden en este caso, en gran medida, con las diferencias lingüísticas. No cabe duda de que la lengua se está convirtiendo en un excelente instrumento para desviar legítimas reivindicaciones sociales que la burguesía catalana no quiere o no puede satisfacer, aunque la deuda que la sociedad catalana tiene para con la emigración sea inmensa y en justicia merezca mejor trato (bastaría recordar las condiciones laborales o las estadísticas de muertos en accidente de trabajo ocurridos durante el franquismo). En este momento de crisis, el conocimiento del catalán puede ser utilizado -y ya lo está siendo- como arma discriminatoria y como forma de orientar el paro hacia otras zonas de España. El ambiente de presiones y el malestar creado ha originado ya una fuga considerable no sólo de enseñantes e intelectuales, sino también de trabajadores.

No es menos criticable el acoso propagandístico creado en torno a la necesidad de hablar catalán si se quiere ser catalán o simplemente vivir en Cataluña. Se ha querido de este modo identificar a la clase obrera con la causa nacionalista y, aunque se ha fracasado en este empeño en gran medida, la mayoría de los trabajadores han acabado aceptando que las expectativas, no ya de su propia promoción social, sino simplemente de que sus hijos puedan encontrar trabajo, pasa porque éstos «se hagan catalanes», ya que ellos no pueden llegar a serlo. Esta degradante situación les lleva incluso a avergonzarse de su origen o su lengua, o catalanizar el nombre de sus hijos, etcétera. Situación humillante que constituye una afrenta a la dignidad humana y a la que sólo una injusta presión social les ha podido llevar.

Mientras no se reconozca políticamente la realidad social cultural y lingüísticamente plural de Cataluña y no se legisle pensando en respetar escrupulosamente esta diversidad, difícilmente se podrá intentar la construcción de ninguna identidad colectiva. Cataluña, como España, ha de reconocer su diversidad si quiere organizar democráticamente la convivencia. Es preciso defender una concepción pluralista y democrática, no totalitaria, de la sociedad catalana, sobre la base de la libertad y el respeto mutuo y en la que se pueda ser catalán, vivir enraizado y amar a Cataluña, hablando tanto en catalán como en castellano. Sólo así se podrá empezar a pensar en una Cataluña nueva, una Cataluña que no se vuelque egoísta e insolidariamente hacia sí misma, sino que una su esfuerzo al del resto de los pueblos de España para construir un nuevo Estado democrático que respete todas las diferencias. No queremos otra cosa, en definitiva, para Cataluña y para España que un proyecto social democrático común y solidario.

Amando de Miguel (catedrático de la U. de Barcelona), Carlos Sahagún (poeta, premio nacional de P.), Federico Jiménez Losantos (escritor), Santiago Trancón (escritor, PSC-PSOE), J. Luis Reinoso (profesor, secretario del Colectivo de Funcionarios del Estado), Jesús Vicente (diputado provincial del PSC-PSOE, por Barcelona), José María Vizcay (profesor de FETE-UGT), Leandro Sánebez Moreno (profesor, secretario de ASPE-CESPE), E. Pinilla de las Heras (sociólogo), Pedro Peñalva (profesor de Derecho Romano), José Moliner (catedrático Univ. Politécnica), Manuela Citoler (catedrática de Literatura), J. Sánchez Carralero (catedrático Facultad Bellas Artes), Amelia Romero (editora), J. María Fernández (profesor Universidad de Tarragona), Benjamín Oltra (catedrático), Alberto Cardín (traductor), Baudilia Berbel (FETE-UGT), J. Ramiro Gallegos (Concejo Comuneros) y Benjamín López (abogado).