El Paraíso Políglota, de Juan Ramón Lodares, fue publicado en Enero por Taurus y se presentó
en Madrid y en otras comunidades. Más de nueve meses después, y ya con tres ediciones, el autor vino
a presentar su libro a Barcelona por invitación de la Asociación por la Tolerancia (AT). No se había
hecho antes, dijo Lodares, «por cierto temor» no explicitado, pero sin duda inspirado por actos incívicos
como los de quienes sabotean conferencias de vez en cuando en las Universidades catalanas. Arropando la presentación
hablaron Marita Rodríguez (por la AT), Francisco Caja (Profesores para la Democracia) e Iván Tubau,
periodista y escritor bien conocido en estas lides.
Marita explicó con brevedad el gran mérito del libro: «Es una obra que cuestiona el dogma de
que el español se impuso mediante un fuerte centralismo, un dogma que ignora que hay un número importante
de castellanohablantes en Cataluña, País Vasco, Baleares, etc... y que, además, los ha habido
siempre».
Francisco Caja se explayó más. Destacó el humor de la obra y su defensa de que el español
es realmente una lengua común (no impuesta) de los españoles. Criticó a Lodares que redujera
la lengua a un simple instrumento pero alabó su tesis central: que históricamente la idea de lengua-esencia,
de vínculo «ancestral», siempre fue usada por la España foral, anti-Ilustrada, que se
valió para ello del analfabetismo, y que sólo a partir del franquismo (y contra él), el alinearse
junto a la lengua minoritaria empezó a verse como algo liberal y progresista. Así se llega a un «nuevo
tradicionalismo» cuyo peor peligro es que no se nota que lo es.
Caja también reconoció las dotes proféticas de El Paraíso Políglota, donde se
avisa que la derecha tiene tendencia natural a dejar de criticar al nacionalismo: la sumisión complaciente
del PP en este sentido le ha dado la razón.
Iván Tubau hizo un poquito de historia de la sociolingüística al evocar a Gregorio Salvador,
que ya en 1987 decía en Lengua Española y Lenguas de España que lo normal es la «infidelidad»
lingüística, y no la fidelidad, tesis que recoge también Lodares. En efecto, si una lengua es
poco útil a un hablante, éste la abandona, le es «infiel» por otra más útil,
en un acto de «realismo lingüístico».
El nacionalismo inventó la idea de «lealtad lingüística» («que consiste en
hacer lo contrario a lo que es más lógico y útil») y en ella basó la normalización
lingüística. La trola de la «lealtad» la tragaron incluso las fuerzas «presuntamente
progresistas» que creyeron que es liberal lo que no es sino «un regreso a la selva anterior a la razón»,
actitud que se evidencia cuando «consideran reprobable entregar un examen en castellano» (Tubau hacía
así un recordatorio del caso de la profesora Josefina Albert, presente en la sala, por quien dijo sentir
gran admiración).
El periodista objetó al libro que no citaba a Lluís Aracil, inventor «arrepentido» del
concepto «normalización lingüística» (Dir la realitat, Papers de sociolingüística)
y que también faltaba Albert Branchadell, además de cosas más actualizadas de Vallverdú.
Pero en general, afirmó, «se trata de un libro con gracejo, pasión templada por la prudencia
y en absoluto aburrido».
«Mi libro va de agravios históricos de dudoso fundamento», explicó el autor, filólogo
en la UAM. «Mi tesis central es que el castellano no se extiende por la fuerza, sino por el compromiso de
gallegos, vascos, catalanes, etc... en proyectos económicos y políticos comunes. Así, la usaban
en sus empresas pesqueras en América, y la difundieron en ese continente».
«Los nacionalistas hablan con victimismo del su nación ideal, que pudo haber sido y no fue, pero se
dejan fuera a los catalanes que llamaban al español ‘nuestro castizo lenguaje’ en el s. XIX, o a la Gramática
de Cervera, en catalán bajo Felipe V.» «Pensar que la historia es corregible, que ha habido
anormalidades a cambiar, es parte de su credo. Y yo me pregunto qué ventajas hay en reconstruir lingüísticamente
la España de los Austrias, olvidando visiones universalistas nacidas en el Renacimiento.»
Respecto a su respeto por la «deslealtad lingüística», Lodares mostró todo su apoyo
a la corriente de puertorriqueños que quieren que todos los isleños se pasen al inglés. «No
me parece mal, me parece legítimo, si eso es lo que realmente quieren.»
A la pregunta de si, en el caso del catalán, le parece bien que desaparezca, respondió: «El
catalán no está en peligro: ha vivido junto al español mil años y no tiene por qué
cambiar».
Cuando, posteriormente, durante la cena con el autor, se debatió sobre el futuro de Cataluña, la
mayoría parecía mostrarse optimista (como el autor mismo), ante la esperanza de que «demografía
y economía nos favorecen». Los profesores presentes permanecían en cambio pesimistas y preguntaban:
«Bien, ¿pero donde están los profesores universitarios de español, los académicos,
que ni siquiera están en nuestra asociación, ni los vemos ni oímos?». «Los que
yo conozco –respondió Lodares, él mismo profesor de Filología Hispánica– están
hibernados, por miedo a ser tildados de españolistas. y quedar apestados» . |
Historia de las lenguas en España por Juan Ramón
Lodares
La filosofía general de El paraíso políglota es muy sencilla: yo creo
sinceramente que se vive mejor en comunidades grandes que fomenten los lazos de unión entre las personas,
que en aquellas donde hay grupos que se dedican a adorar sus pequeñas diferencias. Pues la diferencia, cuando
es más imaginaria que real, resulta ser una pretensión que acaba apelando a principios poco recomendables:
la xenofobia, los enemigos exteriores, la patria agredida y en peligro de destrucción, el racismo o los
agravios históricos de dudoso fundamento.
Precisamente sobre esto último versa mi libro: agravios históricos de dudoso
fundamento. Porque el paraíso políglota es, sobre todo, un libro que cuenta historias de las lenguas
de España. Historias alejadas del tópico de las persecuciones políticas del catalán,
del gallego o del vasco, alejadas del tópico de las imposiciones centralistas y alejadas del tópico
de un agresor exterior castellano que hace hablar a todos como él habla por el mero gusto de fastidiarlos.
Esto es, cuento historias alejadas de los tópicos sobre los que el nacionalismo lingüístico
sustenta sus ideas.
La difusión del español en la España moderna (y esta es la tesis central
de mi libro ) no es una historia de prohibiciones y persecuciones de otras lenguas, sino una historia que se explica
por el proceso de modernización de la sociedad, integración de las regiones en la economía
nacional, mejora de las comunicaciones, movilidad social y compromiso de catalanes, valencianos, baleares, gallegos,
asturianos, vascos..., en empresas de política y comercio exteriores. Ese el proceso que facilitó
el desarrollo de una lengua común. Dicho de otro modo: a los armadores del puerto de Barcelona de la época
de Femando VI o Carlos III no se les prohibió hablar catalán, sencillamente, se les otorgó
un reglarnento de libre comercio para trasladarse por España, por América o por las colonias asiáticas.
Rutas, en fin, donde la única lengua de comercio era la española, así que la hicieron suya.
Es más, no solo la hicieron suya, sino que de paso se la enseñaron a los gallegos del litoral: si
tienen ocasión de consultar una guía telefónica de Vigo, p. e., adviertan los apellidos catalanes
que aparecen en ella. Las empresas catalanas de pesquería o del textil que iban a Galicia solían
ser un foco de difusión del español en los ambientes mercantiles urbanos. Lo mismo ocurría
con los empresarios vascos. Y esto no solo en España. Los catalanes en México y Centroamérica,
como los gallegos en las Antillas y, en menor número, los vascos en Chile, representaron un papel importante
en la difusión del español por Hispanoamérica durante el siglo XIX.
En resumen, hay una motivación económica en la difusión de la lengua
común, pues lo importante de este proceso no es la lengua en sí, sino la gente puesta a cooperar,
y cuando la gente coopera acaba confluyendo lingüísticamente. Si España se hubiera quedado anclada
en el régimen foral de los Austrias, no se hubiera unido a las corrientes políticas, sociales, económicas,
culturales que pasaban por Francia, Alemania, Inglaterra o Italia, hubiera seguido contando las distancias en varas
y leguas, los dineros en reales de vellón y sus habitantes siguiéramos tardando quince días
en ir de Madrid a Zaragoza a uña de caballo y otra semana más de Zaragoza a Barcelona procurando
evitar a los bandoleros, como hizo Don Quijote, no hubiera habido necesidad de que la gente se comunicase y entendiese
con facilidad, sencillez y de forma barata en una misma lengua. Como esto no ha pasado resulta que una lengua común
se ha hecho imprescindible. Las vinculaciones económicas y políticas, los intereses creados, la hacen
brotar una comunidad de lengua sin necesidad de que el poder la imponga. Ese es el resumen de mi libro. Lo que
hago en él es dar vueltas a la misma idea mostrándola desde distintos planos: el propiamente económico,
el político, el cultural; repaso la labor de la escuela, la Iglesia, la clase obrera...
Es evidente que esta idea que liga las necesidades materiales de comunicación al proceso
de extensión del español choca con las actuales ideas nacionalistas, cuya filosofía consiste
en explicarnos la Cataluña, la Galicia o el País vasco que-pudieron-ser-y-no-han-sido. Adere-zadas
con el conveniente victimismo, las historias de persecución de lenguas tienen éxito porque a menudo
apelan más al sentimiento herido que a la realidad.
Pero las historias nacionalistas son, en general, historias incompletas: ustedes estarán
cansados de que se les repita eso de la prohibición del catalán en tiempos de Felipe V y lo de la
fundación de la Universidad de Cervera para la castellanización de los estudiantes catalanes. Sin
embargo, apenas se explica por qué la gramática que se utilizaba como libro de texto en dicha universidad
estaba escrita en catalán. Apenas se explica por qué los barceloneses de mediados del siglo XIX pensaban
que eran vecinos «de una ciudad de España cuyo idioma nacional es el castellano», como escribió
en su día don Andrés Pi y Arimón. Y apenas se explica cómo Melchor Prats publicó
una Biblia en catalán distribuida a partir de 1835 y que tanto contribuyó a mejorar la estima literaria
de la lengua. Es comprensible que si esto no se explica hayan quedado fuera de la historia aquellos catalanes decimonónicos
que llamaban al castellano «nuestro castizo lenguaje».
Yo he tenido que oír en un congreso de gente sabia, celebrado en Gerona, que la RAE
se fundó, entre otras cosas, para la imposición del castellano en Cataluña. Como los ánimos
de los sabios catalanes estaban muy inflamados (y como esa noche tenía que cenar con ellos) no me atreví
a preguntar por qué entre los académicos de la primera hornada había tres que hablaban catalán
y uno de ellos, Folch Cardona, era nada más ni nada menos que el censor de la Academia, ¿eran traidores
a la patria? ¿o eran más bien gentes interesadas en que Cataluña se ligase sin cortapisas
al interesante imperio hispánico? En 1801 Carlos IV promulgó una ley por la que se prohibía
representar en ningún teatro de España piezas que «no fueran en idioma castellano y actuadas
por actores y actrices naturalizados en estos Reinos». Comúnmente se interpreta esta ley como lo que
parece: la prohibición del catalán, gallego o vasco. La realidad fue otra: se la exigieron al rey
los cómicos de Madrid no por inquina a las compañías vascas, catalanas, valencianas, mallorquinas
o gallegas, sino para evitar la competencia de las compañías italianas, que aunque actuaban en italiano
llenaban muchos más teatros que las compañías nacionales. Que se sepa la orden tuvo vigencia
en Madrid y poco más. En mi libro se cuentan muchas de estas historias incompletas, llenas de prohibiciones,
persecuciones, inquinas lingüísticas que no son lo que parecen ser. Con ello me interesa que los lectores
reflexionen sobre algunos tópicos de nuestra historia lingüística reciente. Y, ya que estamos
en Barcelona, entiendan que desde el siglo XV no puede entenderse la historia de Cataluña y del catalán
desligadas de la historia de la lengua española.
Hace seis años, don Manuel Regueiro, que era director general de política lingüística
en Galicia escribió un libro titulado El gallego, lengua propia de Galicia donde se decía, cito literalmente:
«es a partir del siglo XIV cuando comienza la progresiva sustitución del gallego por el castellano»,
lo que es más o menos cierto, y explicaba cómo su dirección general se proponía corregir
en dos generaciones esa situación anómala de seis siglos atrás. Esta forma de pensar me parece
muy característica del medio intelectual –nacionalista o no– donde han surgido las llamadas «normalizaciones
lingüísticas». Es decir, se supone que ha habido anormalidades históricas en el desarrollo
de Galicia, Cataluña, Baleares, P.V., Valencia... que son corregibles, por esa regla de tres podríamos
preguntarnos si es históricamente anormal que el Virreinato de Nueva España se lo hayan repartido
entre México y EEUU. Sin embargo, esta manera de pensar, que concibe la historia no ya como un medio estático,
inmóvil, sino incluso como algo corregible en pro de un paraíso desbaratado hace siglos y siglos,
se ha instalado entre nosotros con una facilidad pasmosa, Es una manera de pensar muy evidente en el credo nacionalista,
poco atento a cualquier realidad que se salga de su particularismo; pero es una manera de pensar que igualmente
aparece en otros medios intelectuales, periodísticos y, por supuesto, en la opinión pública
(hace exactamente un mes el profesor Juan Aranzadi reflexionaba en El País sobre cómo todos los ciudadanos
vascos habían asimilado como si tal cosa la parafernalia folclórica abertzale: ikurriña, himno
vasco (que es el del PNV, por cierto) neologismo sabiniano Euzkadi, y una política lingüística
fundada en el delirante principio de que su lengua propia es la que propiamente solo conoce el seis por ciento
de vascos) ... y yo me pregunto si quienes no pensamos así y tenemos una visión nada esencialista
de las patrias, y consideramos las relaciones humanas en términos de sociedades, mejor que de pueblos, y
en términos de medios de comunicación mejor que en el de lenguas propias y raciales, pertenecemos
ya a una reserva intelectual excéntrica, salida de madre y digna de vilipendio por considerar que España
está mejor que Madrid, Europa mejor que España y el Mundo mejor que Europa.
Me pregunto qué ventajas económicas, sociales, culturales, se derivan de la
reconstrucción lingüística de la España del siglo XV. Me pregunto si el nacionalismo,
y quienes por convicción u oportunidad lo secundan, tienen lingüísticamente que ofrecer al común
de los españoles (y al particular de catalanes, gallegos, vascos, valencianos, baleares ... ) algo mejor
que el dominio neto e inequívoco de un medio de comunicación lingüística que está
entre los tres grandes del mundo. Y me pregunto si en nuestro viaje hacia las normalidades de ayer, cuando se vivía
estupendamente entre fueros, guerras comuneras, caminos de herradura y Santa Inquisición, no estamos olvidando
asuntos fundamentales que empezaron a enseñarnos algunos atrevidos en la época del Renacimiento con
su visión universalista del ser humano, un ser con libertad de conciencia, de expresión y de elección.
A lo largo de El Paraíso Políglota me he ido haciendo todo este tipo de preguntas
y las he vinculado a ese proyecto de España plurilingüe que algunos prometen. A mí es un proyecto
que no me gusta porque –aparte de los desaguisados que posiblemente va a crear en los ámbitos cultural,
educativo, económico y de comunicación– es un proyecto donde las lenguas, los pueblos, los destinos
históricos y el recuerdo de los antepasados valen más que las personas. Por eso les animo a ustedes
a que desde esta asociación sigan manteniendo la idea de que las personas valen mucho más que los
pueblos, más que los destinos históricos, más que los abolengos y más que las lenguas. |