Opinión
Cómo no se debe defender la multiculturalidad

 En los últimos años hemos asistido a un justo y saludable reconocimiento del reto que para las sociedades democráticas supone la  convivencia de gentes de talantes y tradiciones culturales bien diversas. De un modo u otro parece que estamos condenados a admitir la diversidad como una constante del escenario cívico. Para las sociedades democráticas eso tenía una doble y ambigua consecuencia. Por una parte, en la parte positiva, por así decir, ese reconocimiento fortalecía una razonable idea de ciudadanía, desprendida de toda pretensión de «raza» o «identidad» común, una idea de ciudadanía como un conjunto de individuos que se otorgan mútuamente derechos y libertades, sin importar procedencias, color de la piel o esencias históricas: desde la perspectiva radicalmente ciudadana nadie es más que nadie, no importa si llego ayer o anteayer.  Sin embargo, por otro lado, el lado negativo, el reto multicultural, pues de eso estoy  hablando, presentaba una complicada trabazón con el ideal democrático, al menos en algunos de los intentos de dotar a la «perspectiva multicultural» de una  articulación intelectual medianamente reconocible, cuando se traducía, para decirlo sintéticamente y por la vía del ejemplo, en principios de tipo: «la democracia es solo un modo de vida entre otros»; «todas las culturas son iguales» «no hay modos de vida mejores que otros».
 
En ese caso la tensión con la herencia ilustrada y democrática es inmediata. Desde el principio, desde lo que tiene de tradición emancipadora: no sé muy bien de qué modo se puede condenar la injusticia o luchar por una sociedad más libre si no se está dispuesto a condenar unos modos de vida, unas organizaciones sociales que se juzgan injustas, esto es, peores, desde un punto de vista moral que aquellos que se quieren defender.  Con algún detalle, y por lo que atañe a la idea de democracia,  el multiculturalismo, al menos en sus versiones más toscas, plantea tres nudos de fricción: a) la regla de la mayoría que aparece como un perpetuo peligro para «la diversidad», para las culturas minoritarias;  b) los derechos que, aun si nacen para evitar los posibles excesos de la regla de la mayoría, se anclarían, según la perspectiva multicultural, en una mirada «occidental», en ciertos valores a los que se conceden pretensiones de validez trascendental, para todas las culturas; c) la igualdad de poder recogida, por ejemplo, en la fórmula «un hombre, un voto», que establece una prioridad de los individuos sobre las comunidades (culturales)  y que casaría mal con la tesis de que las culturas son valiosas moralmente en tanto que tales.

 A la vista de las anteriores dificultades se impone establecer, desde una perspectiva democrática, una valoración de las argumentaciones multiculturales. La tarea no es sencilla. De entrada porque no hay un perfil claro que permita reconocer al multiculturalismo. Antes de repasar las líneas argumentales más características del multiculturalismo, quisiera ejemplificar esa circunstancia, algunas de problemas más inmediatos que se pueden detectar en  la mirada multicultural:
 
a) Inconsistencias. Así, la defensa de la tolerancia del multiculturalismo convive mal con algunas de las frecuentes invocaciones relativistas. La defensa de la tolerancia equivale inevitablemente a una condena de la intolerancia que, se diga como se diga, obliga a comprometerse con un valor absoluto y estar dispuesto a descalificar ciertos modos de vida, ciertas culturas. Si la intolerancia es inaceptable, no todo vale igual y, por ende, el relativismo cultural resulta indefendible. Volveré después sobre este extremo.

 b) Ignorancias. La crítica no matizada a «la cultura occidental» amén de suponer, por lo pronto, de modo implícito, el reconocimiento de que no todas las sociedades son igualmente buenas -precisamente por ello se puede condenar, siquiera sea suavemente, a «la cultura occidental»—, descuida que la propia argumentación multicultural aparece en sociedades donde, en la práctica, conviven diversas culturas, y donde, intelectualmente, esa convivencia se reconoce como un asunto a resolver, esto es, donde hay un compromiso con la idea de tolerancia. El multiculturalismo y la tesis misma de que «la cultura occidental, en sus pretensiones trascendentales, ignora otras miradas culturales» son productos de la cultura occidental.

 c) Ambigüedades conceptuales. La idea misma de que la «cultura» constituye el núcleo de la identidad de las gentes no está exenta de ambigüedades y problemas desde el origen mismo, desde la idea misma de «cultura» ¿A qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de «cultura»? Mis identidades son diversas, como varón, como urbanita, como profesor, como soltero, etc.  Los intentos de reducir las diversas dimensiones a un aspecto más básico no resuelven las cosas. Sucede ejemplarmente con los intentos de asimilar «la cultura» a «la lengua», con la  tesis, de inspiración romántica, según la cual la «lengua» es una comunidad de experiencia, un «modo de mirar» que proporciona identidad compartida a sus hablantes. Volveré sobre esa idea pero vaya por delante que esa tesis no resiste las preguntas más elementales.  Los modos de vida  -esto es, la cultura— de un madrileño tienen mucho más que ver con los de un londinense, un barcelonés o un parisino, que con los de una bogotana o con los de un pastor de Extremadura, aun si, con estos últimos,  comparte «lengua», ‘comunidad de experiencia».
 
Pero vayamos a las argumentaciones habitualmente utilizadas en la estrategia multicultural. Quiero en todo caso advertir que quizá no hago completa justicia a ciertas líneas de argumentación más sutiles, mejor armadas que las que aquí presento, pero las que repasaré son, sin duda alguna, las más frecuentes. También quiero destacar que lo que a continuación se dice en nada afecta al reconocimiento de la  existencia de un genuino problema destacado por la crítica multicultural, aquel con el que se abría mi intervención, a saber: ¿cómo gentes con modo de vida diferente pueden comprometerse, sin embargo, en un mínimo territorio común de convivencia, en comunes condiciones de justicia y en las mismas instituciones políticas?. Mi argumentación se ocupará exclusivamente de las ideas más extendidas, las que contaminan buena parte de las miradas tópicas sobre el multiculturalismo. Su alcance se limita a cinco estrategias argumentales -tomadas con leves modificaciones de  Garzón Valdez—, que, si no las más sutiles, como digo,  sí son las más recurrentes:

 1. Estrategia ecológica según la cual «la diversidad cultural es una riqueza y debe ser alentada». La formulación habitual establece una urgente comparación entre la desaparición de las especies y la desaparición de las culturas. En su trasfondo hay una confusión entre el punto de vista cultural y el punto de vista moral: la desaparición de una cultura es, por definición, una pérdida cultural; pero eso no quiere decir que sea una pérdida moral y deba lamentarse. También el fascismo fue una cultura. ¿Estaría el mundo peor si desaparecen prácticas culturales como la ablación del clítoris o la tortura de animales? ¿Es mejor una sociedad con mil sectas talibanes que otra en donde no se discrimine a la mujer?  El paso del punto de vista cultural al punto de vista moral requiere justificación: que una cultura exista es un hecho, que deba seguir existiendo es una prescripción; pasar de uno a otra requiere alguna premisa adicional. Después de todo, la historia entera de la emancipación humana es una crítica práctica a la convicción de que la existencia de una cultura o una sociedad es una razón para que deba seguir existiendo.

 2. Estrategia de «método’ (o epistémica) que apela a que «las diversas culturas no son conmensurables» no «son comparables». Las dificultades de este proceder son múltiples empezando por un peligro de recursividad que acecha a todos los relativismos: ¿el principio de inconmensurabilidad vale para todas las culturas, tiene pretensión de universalidad?. Si es así, en tanto juicio de alcance transcultural, niega lo que afirma; si no, si solo vale para la cultura «desde la que se afirma», tiene que admitir la posibilidad de que su negación sea válida en otra cultura, desde la que sí cabría entonces la posibilidad trascendental. En sus formulaciones más domésticas esta estrategia toma dos formas.  La primera, trivial, afirma que no hay modos de vida mejores que otros. Desde luego, quien asuma esa formulación, no podrá defender ningún proyecto de cambio social que, al cabo, empieza por reconocer que hay situaciones más justas que otras. De hecho,  incluso la aspiración misma de defender una sociedad «tolerante con las distintas culturas» se encuentra con serios problemas.

 La segunda formulación presenta, a su vez,  dos versiones. La primera se refiere a la racionalidad. Sostiene que cada cultura (a veces se dice que «cada sexo») presenta una manera específica de razonar. Si se asume de modo consecuente,  se condena la posibilidad misma del diálogo. En rigor, la tesis de ser cierta, me tendría que resultar no ya inaceptable, sino  ininteligible. Porque si la entiendo y, más si se pretende correcta, esto es si aspira a convencerme, es que se admite la existencia de un territorio común desde el cual cabe persuadir y dialogar,  territorio que no puede ser otro que el de la razón compartida. La segunda versión apela a la lengua y  gozó durante bastante tiempo de cierto eco entre los antropólogos. Según ella, nuestra experiencia cognitiva estaría siempre mediada por nuestra lengua,  que nos proporcionaría una suerte de filtro de experiencias, una mirada compartida solo con los de nuestra «cultura»; y, habida cuenta que las distintas lenguas manejan categorías diferentes (clasificaciones de colores, por ejemplo), habría que concluir que no cabe la posibilidad de completo entendimiento entre las distintas culturas. Tampoco le faltan los problemas a esta tesis. La réplica más inmediata empieza por recordar que tenemos clara evidencia de que compartir la misma lengua no asegura tener la misma cultura. Parece fuera de duda que, se entienda por cultura lo que se entienda, yo, como barcelonés,  tengo más que ver con muchos neoyorquinos o madrileños que con una campesina de quito. De todos modos, siempre cabría decir que compartir la lengua es condición necesaria pero no suficiente. Pero es que tampoco es así: la tesis criticada confunde «no tener una palabra» con «no tener la experiencia». Es cierto que el castellano no tiene tantos matices para describir la nieve como el esquimal; pero eso no quiere decir que no quepa construir una paráfrasis. Tampoco tengo una palabra para designar específicamente el olor del metro a las cinco de la tarde y, sin embargo, soy capaz de distinguirlo del olor de campo después de la tormenta.

 3. La estrategia «democrática» sostiene que «todas las opiniones son valiosas y respetables». Tampoco faltan ahora los problemas de autorreferencialidad en los que, con frecuencia, empantanan estas maneras argumentales: ¿Resulta también respetable la opinión que la opinión de cierto grupo x (las mujeres, p.e.) no cuenta o la opinión de que no todas las opiniones son igualmente valiosas? ; ni tampoco faltan las consecuencias paradójicas: ¿cómo pueden ser igualmente valiosas dos opiniones que sostienen exactamente lo contrario, esto es, cuando es el  caso de que si vale una, en virtud de lo que dice, la otra, que dice lo contrario, no puede valer?
... Por supuesto siempre puede uno decir que el principio del tercio excluso es cosa de la racionalidad occidental, pero lo que no puede ignorar son las implicaciones de ese punto de vista. Si todo vale igual dejan de tener sentido bastantes cosas; entre ellas el diálogo, que se ampara en la posibilidad de persuadir o de ser persuadidos o el compromiso racional con las propias convicciones pues no se ve la manera como podría alguien afirmar, a la vez, que todo vale igual, que sostiene ciertas ideas y que tiene razones para hacerlo. También hay aquí una confusión:  respetar a las gentes no es respetar sus opiniones, de hecho, con frecuencia, el respeto a las personas impone discutir sus opiniones, tomárselas en serio, atender y valorar sus juicios,  nada de lo cual tiene sentido si todo «vale igual’. Incluso, con Borges, podemos preferir «que los otros tengan razón», pero eso quiere decir exactamente que hay opiniones más valiosas que otras, que, a la luz de buenas razones, estamos dispuestos a aceptarlas, sin importar quien las sostenga. Cuando «todo vale» nada de ello es posible.

 4. La estrategia psicológica afirma que «proteger las culturas es el modo de proteger a los individuos, su capacidad para desarrollarse». La desaparición de una cultura supondría una agresión a la identidad de los individuos que,  sin ella, quedarían, desnortados, sin criterios para elegir ni pensar. Solo quien se siente miembro de una comunidad, partícipe de sus valores, estaría en condiciones de desarrollarse como persona. Hay aquí, de nuevo, un buen juicio empírico y una mala inferencia. El buen juicio: es indiscutible que, con frecuencia, los individuos tienen la necesidad de sentirse partícipes de grupos, grupos que les proporcionan pautas de comportamiento. La mala inferencia: de la anterior circunstancia no se sigue que deban protegerse los grupos que proporcionan «señas de identidad».  Es posible que tengamos sentimientos tribales, pero eso no les otorga calidad moral a sus vínculos o a las normas que ligan al grupo. Está comprobado, por ejemplo, que los individuos a los que se informa que su numero de carnet de identidad termina en el mismo número, generan lazos de lealtad. Desde luego nadie diría que ese sentimiento «está justificado».  También los grupos de hooligans proporcionan «señas de identidad» a sus miembros. Desde el punto de vista del desarrollo personal lo que importa asegurar es que los individuos estén en condiciones de mirar críticamente su comunidad.  Es por eso por lo que nadie diría que la mujer que abandona el Islam ha  minado su desarrollo cultural.

 5. La estrategia conservacionista según la cual «las culturas deben ser objeto de protección porque toda cultura es valiosa en tanto que tal». Tampoco faltan aquí las implicaciones contraintuitivas. Si toda desaparición de una cultura es lamentable, habría que subsidiar a las religiones que pierden feligreses. Para esta estrategia los individuos solo cuentan en tanto «portadores de cultura». Estaría justificado sacrificar los derechos de los individuos para proteger culturas que, por ejemplo, impiden a las gentes emparejarse libremente o penalizan a las mujeres que no llegan vírgenes al matrimonio. Para preservar la lengua Cherokees, que solo hablan el 8 % de los miembros de esa nación india, habría que convertirla en obligatoria en la enseñanza. Por el contrario, si de lo que se trata es de que los Cherokees puedan elegir su vida, estar informados y conocer otras gentes, seguramente es de mayor provecho que se desenvuelvan en inglés, la lengua que «no es suya», aun si la hablan el 92 % de ellos. Caben pocas dudas de cual es la elección moralmente justificada. Las gentes son las que sufren, aman y sueñan, no las culturas.
 
Como anticipaba el título de  mi charla mi argumentación ha sido sobre todo negativa. Me he limitado a señalar por donde creo que no han de ir las cosas. Desde luego, una cosa es reconocer que por la ruta emprendida no se va a ninguna parte y otra avanzar en el camino. Yo hoy  me he limitado a la tarea más sencilla. Por supuesto que no es suficiente. Pero algo ayuda. Siempre es mejor reconocer que no se tiene solución que buscarla donde no está, al menos se ahorran energías. Después de todo, buena parte de los progresos de la humanidad han consistido en mostrar que de lo que se trataba no era de contestar las preguntas, sino de cambiarlas, de adoptar una mirada nueva.  La pregunta es por supuesto ¿hacia donde miramos?.  En mi opinión, los viejos y nunca realizados ideales de ciudadanía, de un conjunto de gentes que se aseguran mutuamente derechos y libertades, es una buena dirección. Muy bien puede suceder que para encarar de la mejor manera el problema multicultural  haya que empezar por olvidarse del multiculturalismo.

 Félix Ovejero Lucas
 Profesor de ética y economía de la Universidad de Barcelona

* Conferencia pronunciada el día 19 de octubre de 2001 en el Primer Congreso de Casas Regionales y de los Pueblos de España en Cataluña