La batalla cultural y de valores que puede hacer que el gobierno de Sánchez descarrile

11 - 02 - 2024 / ESTEBAN HERNÁNDEZ - EL CONFIDENCIAL (SUSCRIPTORES)

En su entrevista del lunes con Ferreras, el presidente del Gobierno contempló la canción que representará a España en Eurovisión con una sonrisa. Afirmó que le gustaba, que el feminismo es también divertido y que otros preferirían enviar al festival el Cara al sol. Sánchez añadió más carga política a la polémica, todavía no apagada, sobre la elección de Zorra, el tema de Nebulossa.
Sánchez utilizó tácticamente la guerra cultural porque le es útil para afianzar su posición. El presidente está muy seguro de que, tal y como se repartieron las cartas el 23-J, en esta legislatura no hay más opción que su gobierno. En la medida en que Vox está presente en la ecuación, las posibles coaliciones alternativas se desvanecen. Por lo tanto, para asentar esa mayoría, le conviene que se resalte que en el otro lado está la extrema derecha. Y su declaración respecto de Zorra, con tono de provocación, buscaba generar ese efecto. Cuanto más airadamente se manifiesten sus oponentes, más quedará ratificado que no hay otra posibilidad de gobierno. El presidente necesita de las formas extremistas de la derecha, de manera que pueda señalar a los reaccionarios que se oponen a la reconversión verde, al feminismo y a la justicia social y que criminalizan a los inmigrantes, para ratificarse en el gobierno. Cuando las derechas tienden a elevar el tono, Sánchez sonríe más ampliamente. Puede que, a la larga, actuar con tanta soltura en el flanco cultural se le vuelva en contra, pero de momento le es provechoso.
Europa, en dirección opuesta
Sin embargo, los vientos están soplando en su contra, en todo Occidente, y particularmente en Europa. No se trata únicamente del ascenso electoral de partidos de la extrema derecha y de la derecha populista, sino de que incluso formaciones afines a la socialista están incorporando a sus programas reivindicaciones típicas del otro lado del espectro ideológico. Las manifestaciones agrícolas en el continente han conseguido sus propósitos en Alemania y Francia e incluso la Comisión ha dado marcha atrás en algunas de sus medidas referidas a la reconversión verde. Macron ha asumido parte del ideario de Le Pen en lo referido a la inmigración, como lo han hecho otros gobiernos europeos, y al mismo tiempo, las proclamas woke son puestas en entredicho y cada vez generan más rechazo entre los partidos de masas y sus votantes. En cuanto a la redistribución, el fantasma del equilibrio presupuestario asoma de nuevo. En el enfrentamiento entre el plan verde, digital y de ampliación de derechos por el que aboga Bruselas y al que se oponen las extremas derechas, que parece constituir la gran división de las próximas elecciones europeas, las segundas están avanzando con insistencia. Sin embargo, las cosas van mucho más allá de este choque reduccionista y las manifestaciones agrarias son un buen ejemplo. Esto no va únicamente de Sánchez contra Vox, Macron contra Le Pen o Scholz contra AfD. Las batallas políticas y culturales tienen un nuevo cariz, porque la sociedad es distinta de aquella de la que venimos.
La gente pillada en medio
Hasta ahora, el marco dominante, en el que se está jugando la política, es el de la contienda entre el progreso y las resistencias al cambio, lideradas por los impulsos conservadores y las reivindicaciones tradicionales. Cada uno de los temas que aparecen en el debate público es subsumido en esa oposición: el rechazo al feminismo, a las transformaciones digital y verde, a la presencia de los inmigrantes, e incluso a una integración diferente de los distintos territorios que conforman España. Avance contra detención, progreso contra conservadurismo. Es más complejo que eso, y la transición ecológica lo subraya. En España, como en buena parte de Europa, hay segmentos de la sociedad plenamente alineados con la transformación verde. Las élites económicas (incluido casi todo el Ibex, gracias a los fondos de recuperación), los grupos ecologistas locales y las clases medias altas formadas por profesionales urbanos defienden la necesidad de la reconversión. Enfrente están quienes la entienden perjudicial, como los nuevos partidos de derecha, los colectivos negacionistas minoritarios y los grupos de poder interesados en sacar provecho de las energías fósiles.
No es progreso contra reacción, no es avance contra retroceso, sino gente cogida en un fuego cruzado que lucha por su supervivencia Pero la revuelta del campo se sale de ese marco. Las reivindicaciones de los agricultores se centran en tres aspectos: las malas condiciones de mercado y los conflictos con la distribución, las importaciones de otros países (la competencia desleal y la consecuente oposición a los tratados comerciales) y esa nueva burocracia ligada al cuaderno digital de explotación. Por más que la transición ecológica centre el debate público, los problemas que los agricultores señalan son otros. El campo no es bloque unitario, existen grandes explotaciones y muchas otras más modestas. Las pequeñas y medianas son las más amenazadas, y ello a pesar de que llevan tiempo realizando una tarea de adaptación constante en la que han invertido mucho dinero. La gran mayoría está también alineada con la idea de un circuito producción-consumo de cercanía. Su problema es su subsistencia: están presionados por el mercado y por las administraciones al mismo tiempo, por un aumento de costes añadido, el derivado por las exigencias regulatorias, y por la dificultad para conseguir precios justos. Pierden por ambas partes. En ese contexto, insistir en la transición ecológica como el problema último es lo mismo que cuando lo woke toma el centro del debate político: se desplaza hacia un marco manejable y polarizante lo que son problemas estructurales de otra índole. No es progreso contra reacción, no es avance contra retroceso, sino gente cogida en un fuego cruzado y que está luchando por su supervivencia.
El malestar cultural
El intento de simplificar los problemas y derivarlos hacia un eje político conocido, en general dibujado en términos morales, es demasiado común. Como lo es que la mayoría de la gente los devuelva a lo que de verdad les importa. Ocurre con la amnistía: las tensiones entre el ejecutivo y el judicial y lo que eso significa desde el punto de vista institucional, así como la suerte final de la ley, son asuntos continuamente subrayados entre las clases medias altas de Madrid y Barcelona, pero fuera de esos entornos es percibido de manera muy distinta. Basta que un tren se pare en mitad del trayecto para que la gente concluya que los retrasos vienen causados porque todos los recursos se están dando a catalanes y vascos y se están olvidando de la otra España. Esa es la interpretación que puede hacer daño al Gobierno, porque las preocupaciones de la gente común tienen un anclaje material muy presente, mientras que el deterioro institucional les resulta poco relevante.
La cuestión es que una buena parte de la sociedad percibe de manera clara que hay ganadores y perdedores, y que los segundos son muchos más. De la nueva naturaleza de los perdedores provienen las tensiones culturales.
La promesa de prosperidad
Desde que la economía occidental entró en un proceso incesante de liberalismo económico y globalización comercial, aparecieron nuevas formas de pensar y promesas renovadas. Dado que la historia había terminado y que las opciones políticas que pretendían mejorar colectivamente la sociedad desembocaban en utopías totalitarias, el foco del futuro debía ponerse en la prosperidad personal. El progreso tecnológico era abrumador y traía enormes posibilidades de desarrollo para los ciudadanos occidentales, siempre y cuando realizasen una tarea de adaptación, de evolución, de comprensión de las nuevas necesidades y ventajas del mercado. Para quienes supieran abrirse camino a través de una formación adecuada, de una mentalidad abierta y de la aportación de valor, los tiempos serían excelentes. En ese giro individualista, las figuras del emprendedor y del innovador se convirtieron en los referentes sociales. Los sectores que creyeron en las promesas de cambio son hoy los más irritados. Hicieron lo que se les pedía, pero les sirvió de poco Hubo mucha gente que creyó firmemente en estas promesas y que decidió ponerse en marcha. Los jóvenes cursaban más másteres, quienes tenían algo de capital trataron de sumarse a esa ola creando sus propias empresas, la mano de obra emprendió una tarea de readaptación para posicionarse en el mercado.
Lo que subraya la situación de los agricultores, como la de muchos autónomos, pequeños y medianos empresarios y profesionales formados, es que esas promesas, lejos de funcionar, se han convertido en una trampa. El descontento en el mundo del trabajo y del emprendimiento permea la vida contemporánea de muchas maneras. No son solo los repartidores de Glovo, los empleados en los almacenes de Amazon o la mano de obra uberizada: profesionales formados se ganan la vida en su sector en empleos de bajos ingresos, empresarios acuciados por los costes fijos y por los préstamos ven cómo sus márgenes se reducen o desaparecen, los autónomos oscilan entre la sobrecarga laboral y la falta de ingresos y los agricultores que hicieron las reformas que les pedían tienen que pagar ahora la factura. Los sectores que creyeron más fervientemente en las promesas de cambio son hoy los más irritados. Hicieron lo que se les pedía, pero les sirvió de poco.
Un Rolex a los 50 años, unas Nike a los 40
Al mismo tiempo que se promovía la adaptación a las transformaciones y las posibilidades ligadas a ella, el consumo y el consumismo individualizado vivieron un auge enorme. Los trabajos que se perdieron con las deslocalizaciones traían ventajas, porque permitían la afluencia masiva de bienes baratos. El bienestar se extendería a grandes masas de la población través de los precios bajos y de la laxitud con el crédito. Los problemas que causó esta segunda parte fueron constatados en la crisis de 2008, pero los de la primera no son menores. Uno de los detonantes de los chalecos amarillos fue la incapacidad de buena parte de la población de poder permitirse una vida de clase media La era de los precios baratos se ha terminado. No se trata solo de la tensión de las cadenas de suministro, del encarecimiento del transporte o de la inflación, sino de las tendencias estructurales. Vivienda y energía multiplican sus precios, pero también los productos que vienen de fuera son más caros. El textil es un ejemplo, ya que las cadenas de precios bajos y ropa de peor calidad concentraron el mercado gracias a sus ofertas, pero ya no son tan baratas; a veces, ni siquiera baratas. Y lo mismo está ocurriendo con la alimentación, donde los productos asequibles están dejando de serlo. Cada aumento de precios no es compensado con una bajada posterior de la misma intensidad, sino más suave, lo que termina elevando el suelo. Es fácil de entender si reparamos en lo que ha ocurrido con la gasolina y el gasoil.
Y esto es importante en lo material, pero también en lo simbólico. En estos años, el estatus no solo quedó definido por el puesto que se ocupaba, por el tipo de trabajo que se realizaba, sino por la capacidad para participar extensamente en una sociedad centrada en el consumo y el ocio. Como recuerda Jérôme Fourquet, uno de los detonantes de la revuelta de los chalecos amarillos fue la incapacidad de buena parte de la población de permitirse una vida de clase media. El giro es significativo: entre el "si a los 30 no tienes un coche y vas en transporte público eres un perdedor" de Thatcher, o el "si a los 50 años no tienes un Rolex, has desperdiciado tu vida" de Jacques Séguéla, hasta el actual "si a los 40 años no puedes comprar unas Nike a tus hijos es que estás arruinado", como afirmaban los chalecos amarillos, yace todo un mundo. Mucho malestar proviene de esa sociedad en la que los extras son cada vez más complicados para mucha gente.
Damos más, tenemos menos
En ese escenario de desclasamiento, en el que las clases medias y las populares occidentales han ido perdiendo paulatinamente nivel de vida, aparece un elemento desasosegante, la acción pública. El ejemplo del campo, a pesar de las ayudas, muestra cómo las instituciones son vistas como un problema: la percepción dominante es que, como los bancos, ayudan a quienes menos lo necesitan y perjudican a aquellos que están en situación complicada. El "queremos que nos escuchen" de los agricultores es parte de este clima: lo que están diciendo en realidad es "nos habéis olvidado" Esa hostilidad hacia las instituciones aparece en el nivel cotidiano con dos clases de descontento muy frecuentes. El primero aparece entre las clases medias: afirman que cada vez pagan más impuestos y obtienen menos a cambio. Ya no se trata de que los recursos públicos se destinen a la corrupción o al despilfarro (según lo interprete la izquierda o la derecha) sino de que no perciben ningún retorno del dinero que pagan, y máxime cuando el deterioro de los servicios públicos es notable. Igual les ocurre a las clases trabajadoras, que sufren las enormes tardanzas para una cita médica, las dificultades para percibir cualquier ayuda o la falta de inversión en la enseñanza pública. Las instituciones no funcionan, y cuando lo hacen no es para gente como ellos. El "queremos que nos escuchen" de los agricultores es parte de este clima: lo que están diciendo es "nos habéis olvidado".
Políticamente inflamable
En este clima, el movimiento del eje cultural es profundo. Es normal que una sociedad sometida a cambios, transformaciones, reformas, exigencias de adaptación y oleaje continuo modifique sus valores. El desinterés por el individualismo, el hartazgo con el sálvese quien pueda, la necesidad de estabilidad y continuidad, el deseo de una vida menos agitada, la defensa de valores colectivos frente a la soledad a la que aboca el mercado y el frenazo frente a cambios continuos que no dejan de empeorar la vida son ahora aspiraciones de buena parte de la sociedad. Esa mentalidad choca con los sectores con mayor recorrido, esas clases medias altas conectadas con el capital global, las que se mueven mucho más en el mundo financiero y de la gestión que en el del trabajo, y que se apoyan en la tecnocracia: son capas de la sociedad que tratan de mantener el tipo de valores dominante. El enfrentamiento de esta visión con la del resto de la sociedad está cada vez más presente. Las demandas de estabilidad y seguridad se han vehiculado sobre todo a través de términos territoriales y por eso las nuevas derechas están creciendo, ya que han apostado por privilegiar los mensajes nacionalistas. Pero es muy dudoso que programas como los de Milei puedan aportar otra cosa que no sea más velocidad y caos a una sociedad que demanda todo lo contrario, como lo es que tener como proyecto de futuro la reconversión tecnológica y digital vaya a consistir en otra cosa que añadir nuevas capas a lo mismo.
Lo que está claro es que el cambio en los valores en los valores está produciéndose. Y conviene entender la profundidad de las demandas El agotamiento del programa del liberalismo económico en lo que se refiere a trabajo y posibilidades de consumo lo demuestran las recomposiciones geopolíticas, que están teniendo lugar en términos muy diferentes de la era global. En ese ámbito, la palabra clave es proteccionismo. Sea o no pronunciada en alto, se ha puesto en marcha de facto: Francia está intentando captar el máximo de inversión para impulsar su industria, Alemania subvenciona a sus empresas para que aguanten la tensión energética, EEUU puso en marcha esa OPA a la UE que es la IRA (la Ley de Reducción de la Inflación) para fortalecer su entorno productivo, China ha establecido límites a exportaciones en sectores relevantes y así sucesivamente. El nuevo papel del Estado está cada vez más presente, y países como Turquía, India, Arabia Saudí o Israel, pero también los dos principales, China y EEUU, subrayan los cambios que están teniendo lugar. Es inevitable, por tanto, que esas transformaciones a gran escala produzcan efectos en la pequeña. Pero, más allá de cómo estos movimientos vayan estableciéndose, y de cómo afrontemos desde Europa la nueva época, lo que queda claro es que el cambio en los valores en los valores está produciéndose. Lo que solicitan las poblaciones occidentales es algo muy distinto de lo que pedían en el pasado reciente. Y conviene entender la profundidad de las demandas: hasta la fecha, el mensaje que recibían las poblaciones, y que interiorizaban, es que debían adaptarse, cambiar y evolucionar. Lo que están diciendo ahora, cuando se oponen a los tratados del libre comercio, cuando piden protección, cuando atacan a la forma de actuar de la UE o cuando demandan cambios en las cadenas de precios, es que lo que debe cambiar es la sociedad, la política, las estructuras. Y eso es material políticamente inflamable. Y muy difícil de manejar, si continúa extendiéndose, para el gobierno de Sánchez, para el de Macron, para el de Biden o para el de Scholz. Convendría escuchar el rumor de fondo.

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