Negacionismo y ceguera moral en la sociedad del posterrorismo nacionalista

16 - 06 - 2021 / ROGELIO ALONSO - REVISTA DE OCCIDENTE

Negacionismo y ceguera moral en la sociedad del posterrorismo nacionalista 

Stanley Cohen analizó en States of Denial los mecanismos utiliza­dos para negar las violaciones de derechos humanos. Su obra detalla los procesos de neutralización y transferencia de culpa con los que se niega y difumina la responsabilidad por las atrocidades cometidas, el apoyo a éstas, o la pasividad ante ellas. El sociólogo sudafricano complementaba estudios previos sobre los métodos de distanciamiento moral para justificar actos de violencia como el terrorismo. Incluía entre ellos la utilización de un lenguaje eufemístico y distorsionador de la realidad o la deshumanización de las víctimas. Todos estos recursos son aplicables al terrorismo de ETA. También lo son los tres tipos de negación que Cohen estudió en otros entornos y que se observan actualmente en el contexto del posterrorrismo etarra. El impresionante documental Bajo el silencio muestra con desoladora, pero necesaria, crudeza cómo una signifi­cativa parte de la sociedad vasca y navarra incurre en esos mismos mecanismos de negación. El director Iñaki Arteta, con su cámara, y el periodista Felipe Larach, con sus preguntas, desnudan en Bajo el Silencio el lenguaje del nacionalismo con el que, como escribe George Orwell, se intenta hacer verdadera la mentira y respetable el asesinato.

 

El negacionismo del terrorismo nacionalista 

Julen Zabalo, profesor de sociología en la Universidad del País Vasco, condenado por pertenencia a ETA y tenencia de explosivos, se niega a hablar de su pasado. Lo elude incurriendo en la primera de las negaciones acuñada por Cohen, la literal, aquella que niega que determinados hechos sucedieron:

De ninguna manera ETA ha intentado homogeneizar a la socie­dad vasca. [...] Nunca ha intentado ETA, por lo menos en sus teorizaciones, nunca ha dicho que quien no piense como ETA era objetivo de ETA.

Y prosigue negando literalmente la esencia del terrorismo etarra: la imposición del miedo y la coacción mediante el asesinato de los ciudadanos no nacionalistas.

Un vecino de Irún niega los hechos perpetrados por el terro­rismo nacionalista responsable del asesinato de 858 seres humanos y de miles de heridos: «ETA no se metía prácticamente con nadie». Otra vecina, al ser preguntada por Lorenzo Mendizábal, asesi­nado en octubre de 1983 en su carnicería en esa misma calle, res­ponde: «Yo que sé qué carnicero. Ni me acuerdo». Una estudiante niega a la salida del instituto en Bilbao la realidad de una Comunidad Autónoma como el País Vasco con amplias competencias cedidas: “Al final la educación que recibimos está impuesta por el estado Español”. Niega asimismo la verdadera naturaleza de los crímenes terroristas al mostrar su apoyo a los “presos políticos”. El cantante Fermín Muguruza, junto con otros entre­vistados, niega la realidad factual inventando miles de torturados en un país en el que el Tribunal Supremo solo ha confirmado veinte condenas por torturas durante la democracia, circunscritas además al periodo comprendido entre 1979 y 1992. «En este momento sólo están sufriendo los de un lado», abunda el que fuera candidato por el brazo político de ETA. Así niega el sufrimiento de cientos de víc­timas del terrorismo, pues el duelo del terrorismo no se cierra en ausencia de una justicia inexistente para tantas de ellas. El hijo de Kepa del Hoyo, etarra condenado a treinta años de cárcel por ase­sinato, atentado y colaboración con banda armada, niega saber los motivos por los que fue encarcelado su padre. Fernando Arburúa, condenado por la sentencia número 104 de la Sección Segunda de lo Penal de la Audiencia Nacional como autor del asesinato del Guardia Civil Félix de Diego, niega la verdad sobre la autoría del crimen: «Cada uno que piense como quiera».

Mikel Azpeitia, párroco de Lemoa (Vizcaya), recurre con pro­fusión a la negación interpretativa: aquella que no niega los he­chos, pero sí su verdadero significado, manipulándolos para interpretarlos en un particular contexto que les concede legitimi­dad:

A mí me revienta esa palabra. Terrorismo. El que un pueblo oprimido al que quieren conquistar responda con violencia, no sé hasta qué punto es terrorismo. Todos entendemos que eso es una guerra entre bandos: entre una nación o contra otra nación.

Suspendido por las autoridades eclesiásticas tras sus declara­ciones en Bajo el Silencio, insiste en esa interpretación interpretativa que tanto ETA como los partidos nacionalistas vascos han favore­cido para justificar y legitimar la campaña terrorista: «Una cosa es que estuviera mal y otra cosa es que pudieras admitir que no hubo otra forma de hacer».

A través de un tercer tipo de negación, la implicativa, las implicaciones políticas y sociales del terrorismo nacional como revela Bajo el Silencio. El documental muestra a un sonriente Arnaldo Otegi en el programa que EITB, la televisión pública vasca, dedicó al blanqueamiento del dirigente terrorista. «Desde que has salido de la cárcel nos da la sensación de que has intentado cambiar de imagen», observa la periodista entre sonrisas, legitimando a un político que ha justificado y todavía justifica el ase­sinato de sus conciudadanos, incluidos los representantes públicos de los partidos no nacionalistas. El periodismo transformado en altavoz del terrorista. La metamorfosis social y política del terro­rista maquillando su pasado para influir sobre el presente al eludir la lógica exigencia de responsabilidades por su apología de la violación de los derechos humanos.

Bildu, el partido definido por el Tribunal Supremo como «testa­ferro de ETA» ha sido normalizado por muchos tras su legalización por el Tribunal Constitucional. Bildu jamás condenó el terrorismo de ETA, incumpliendo así la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional que, como resumió el constitucionalista Javier Ta­jadura, «incurrió en un exceso de jurisdicción evidente erosio­nando el Estado de derecho». Hoy se niega esa realidad y sus consecuencias: Bildu, aunque legal, es, como demostró fehaciente­mente el Tribunal Supremo, «parte de la estrategia de ETA». José Antonio Sontano, alcalde socialista de Irún, defiende en Bajo el Silencio sus pactos con Bildu a pesar de que años atrás reclamó que quienes ampararon a ETA debían deslegitimar el terrorismo, tarea que, reconoce, sus socios no han acometido. El regidor justi­fica la negación de sus propias exigencias y sus implicaciones cir­cunscribiendo al ámbito local la relación que, sin embargo, ya se ha normalizado en Navarra y en el Gobierno de la nación.

Aurelio Arteta subraya que la política es una cuestión de argumentos morales que descansa sobre tres categorías: los derechos humanos, la justicia y la legitimidad. El proyecto político de Bildu emana de la sistemática colación de los derechos humanos, de ahí su injusticia e ilegitimidad. La ética política desenmascara la im­postura del socialismo idealizando sus alianzas con Bildu como un éxito al integrarle en el sistema democrático. Por el contrario, confirma la exoneración de las culpas y responsabilidades de Bildu que, siguiendo la tipología de Jaspers para el nazismo, lo son tanto de orden criminal, como político, moral y metafísico, al apelar tam­bién a quienes no hicieron lo suficiente para evitar los crímenes.

Como destacó Orwell, «los nacionalistas tienen una notable capacidad para ni siquiera escuchar las atrocidades que comete su bando», y para «negar hechos conocidos» que se convierten en «inadmisibles». Bajo el silencio expone el negacionismo del terro­rismo nacionalista y de sus múltiples consecuencias. Una de ellas, el desprecio social y político de las víctimas por parte del na­cionalismo, tanto del radical como del llamado «moderado», al subestimar lo que su victimización verdaderamente implica. Como señaló Reyes Mate:

Aunque condenaran los atentados entendían que no tenían sig­nificación política en el sentido de que no podían ni debían afec­tar a los proyectos soberanistas que eran objetivos coincidentes con los de los etarras.

 

La ceguera moral del posterrorismo

 

El negacionismo del terrorismo nacionalista viene motivado por y motiva una ceguera moral que, parafraseando a Zygmunt Bauman, se sustenta en la pérdida de sensibilidad y la indiferencia ante las atrocidades cometidas por ETA. El nacionalismo recurre a una moralidad subjetiva que evita cuestionar los dogmas con fanatismo nacionalista racionaliza la ilegitimidad de ETA. Al definir la violencia etarra como respuesta a una agresión que los nacionalistas vinculan con la Guerra Civil Española, dotan de cierta moralidad a la absoluta inmoralidad que el terrorismo supone. Se encubre de ese modo el odio hacia los ciudadanos no nacionalistas que ha guiado la violencia etarra. «Nosotros hemos vivido nuestra violencia diríamos como una respuesta a una represión que se hacía. Desde ahí todo es válido», asegura el párroco de Lemoa. «Ellos entendían que esto era una guerra», sostiene Merkat Bernaola, director de ikastola que recurre a técnicas de ocultamiento de la realidad y de difusión de la responsabilidad del naciona­lismo replicadas por la mayoría de los entrevistados.

El asesino Fernando Arburúa exhibe varios de esos mecanis­mos de distanciamiento moral ya estudiados por Albert Bandura, entre ellos la deshumanización de la víctima:

Tú piensas lo que representa esa persona, lo que representa esa persona que bueno, que es representante de un Estado, de unas Fuerzas Armadas, represivas, tal y cual. Yo pensaba en que a esta persona hay que matarle, hay que quitarle del medio por­que es un peligro para la sociedad y ya está.

El terrorista revierte los roles de víctima y victimario, maqui­llando el terrorismo como una violencia necesaria y honorable, soslayando así la disonancia cognitiva propia de la transgresión moral cometida:

Yo estoy luchando precisamente por la gente más necesitada, estoy luchando con la gente que está apaleada, con la gente que esta torturada, con la gente que están matando.

Los eufemismos intentan borrar el componente criminal del terrorismo al convertirlo en «lucha armada», «acciones» justificadas con una injustificable moralidad subjetiva: «Yo en aquel momento actué así porque pensaba que había que actuar así, y ya está». El criminal político racionaliza su crimen como lo hace el violador que agrede a su víctima con minifalda aduciendo provocación.

La denominada comparación ventajosa permite a los terroris­tas nacionalistas explicar sus actos ilegales e inmorales atribuyén­doles un carácter positivo del que carecen, como evidencia Floren Aoiz, dirigente del brazo político de ETA durante años:

No entiendo por qué exactamente Nelson Mandela -que practi­có la lucha armada y que justificó la lucha armada de su pueblo- es considerado un hombre de paz, a pesar de que nunca se ha arrepentido de ello. [...] No entiendo por qué esos criterios se pretenden aplicar de una manera, absolutamente fuera de lugar en el País Vasco.

A través de un lenguaje que recrea una «guerra de fantasía», término acuñado por Franco Ferracuti, el criminal nacionalista persigue presentar como respetable y comprensible, una violencia cobarde, cruel, e inhumana. El terrorista Iñaki Gonzalo, embellece su miserable conducta comparándola con la de otros «revoluciona­rios» y contextualizándola: «En la guerra pues hay enemigos». Y precisamente porque la inmoralidad subyace bajo ese marco justi­ficador con el que reprime la disonancia, enfatiza la inconsistente moralidad subjetiva del terrorista nacionalista:

En aquel momento pensaba que era lo correcto lo que hacía, expuse mi vida y expuse todo mi futuro profesional y de vida y de proyecto de vida por un ideal en el que yo creía. Yo no me creo peor que tú, en absoluto. [...] O sea, tú no eres nadie, ni nadie que venga de donde sea para juzgarme a mí y para moralmente considerarse superior a mí.

Los sucesivos testimonios reflejan que la socialización en la subcultura de la violencia y del odio persiste. La compasión y la empatía hacia las víctimas han quedado erradicadas. El clima de «exclusión moral» de las Fuerzas y Cuerpos de Segundad y los ciudadanos no nacionalistas permanece fiel a la estratega del nacionalismo radical de situarles más allá de los limites en los que, como observa Susan Opotow, «son aplicables valores y normas». Los paisajes urbanos homenajean al terrorista humillando por tanto a la víctima. «Son presos del conflicto», excusa Itsaso Lekuona, concejala de Bildu en Hernani, al referirse a la cartelería que ensalza a los terroristas en las calles. Eneka Maiz, alcaldesa de Bildu de Etxarri Aranaz en Navarra, disculpa la humillante exhi­bición de pancartas en apoyo a violadores de los derechos huma­nos que ella describe como «presos políticos»: «Pues me parece que entra dentro de lo que es la libertad de expresión. Sin más. No voy a entrar en valoraciones morales».

Las profundas fallas morales de los cómplices del terrorismo contrastan con el «coraje moral» de Marta Izurzun y David Chamorro, estudiantes de la Universidad del País Vasco (UPV). En los términos de Rushworth Kidder el «coraje moral» implica valor para mantenerse fiel a unos principios éticos a pesar de las conse­cuencias. Este coraje moral se enfrenta a desafíos éticos y amena­zas físicas, como demostraron estos adolescentes que intentaron constituir una asociación de estudiantes con el fin de denunciar las pintadas a favor de ETA y los homenajes a terroristas. «Español de mierda» era el grito que proferían los encapuchados que le pisaron la cabeza a David mientras le golpeaban rompiéndole la nariz aquella tarde en el Campus de su Facultad. Como relata Marta:

Al final, nosotros teníamos que seguir yendo a la Universidad y tenías una sensación de miedo, como si todo el mundo te obser­vara, aunque no fuera así. Porque claro, nosotros no sabíamos quiénes eran los agresores, pero los agresores sí sabían quiénes éramos nosotros.

El coraje moral de estos adolescentes contrasta con la cobardía del profesor de esa misma Universidad y militante de ETA Julen Zabalo que niega con cinismo la realidad: «Cualquiera puede ma­nifestar su posición ideológica». Lo hace con la complicidad de la propia institución, como se desprende de los pretextos del por­tavoz de la UPV al excusar la negativa de la rectora, Nekane Balluerka, a ser entrevistada:

No hay intención de focalizar en la Universidad un problema colectivo del País Vasco y menos, en un momento en qué ¡joder! todo eso está entrando en otra dimensión.

El profesor Txema Portillo, que ha desafiado el clima de exclu­sión moral en la Universidad, denunciando diferentes actos de le­gitimación del terrorismo tolerados por las autoridades académicas, denuncia esa indiferencia que desampara al débil, esto es, al no nacionalista:

Porque la primera reacción del rectorado de la Universidad del País Vasco es: «ha ocurrido un incidente en Vitoria». No, en Vitoria no ha ocurrido un incidente. En Vitoria le han partido la cara a un estudiante que salía de un acto político. Hay un ataque a una mujer en este Campus. ¿El rectorado estaría hablando de «ha ocurrido un incidente en el Campus de Vitoria» o estaría utili­zando adjetivos apropiadísimos, muy apropiados en este caso como «ha ocurrido un hecho intolerable de violencia de género?».

«La batalla moral». Ese era el reto al que en 2006 se refirió Ángel Altuna, hijo de Basilio Altuna, capitán de la Policía Nacio­nal asesinado por la organización terrorista ETA en 1980 en Erentxun (Álava).

Hay que decir bien claro que la inocencia de todas las víctimas va inseparablemente unida a la culpabilidad de todos los victimarios. Por ello cualquier disminución externa de la culpabilidad al asesino pasa automáticamente como culpabilidad campo del asesinado. Son vasos comunicantes.

Bajo el silencio nos muestra el paisaje devastado que está dejando la ceguera moral imperante en la sociedad víctima del terrorismo nacionalista.

Ausencia y presencia de una herida moral

Jonathan Shay define como «herida moral» el conflicto que puede generar la «traición a lo que es correcto», la aceptación de la culpa como paso previo a reparar el daño. No hay herida moral en los asesinos y en los cómplices nacionalistas entrevistados en Bajo el si­lencio. «El que no se arrepiente no cambia, no cambia», se lamenta Cristina de Diego, hija de Félix, asesinado por ETA, al escuchar cómo el asesino de su padre todavía se vanagloria del terrorismo. Tampoco hay herida moral en Olatz Iglesias, hija de otro asesino, Juan Carlos Iglesias Chouzas, que continúa su socialización en el entorno criminal de apoyo a los presos y de humillación a las víc­timas. Su cobardía contrasta con la valentía de esos jóvenes de simi­lar edad apaleados en la UPV por desafiar la atmósfera de coacción impuesta por el nacionalismo. Evitando el examen de las responsa­bilidades derivadas del uso de la violencia, Olatz Iglesias elude responder a las preguntas sobre sus padres, ambos encarcelados por sus actividades terroristas, y abandona la entrevista:

La sociedad, lo que necesita no es esto. La sociedad lo que nece­sita es empezar a dar pasos para avanzar, para avanzar y creo que así no avanzamos.

Salvador Ulayar, hijo de Jesús, asesinado por ETA en 1979, certero al explicar la conducta del terrorista nacionalista: «Es como intentar hablar con un lugarteniente de Hitler». La «despia­dada dureza» con la que Hannah Arendt describía a los dirigentes del Tercer Reich aparece en los rostros y en las expresiones de esos nacionalistas entrevistados en Bajo el Silencio que todavía legitiman explícita e implícitamente el asesinato de sus conciudadanos. El im­pactante contraste a semejante crueldad emerge en otro documen­tal Traidores, de Jon Viar. En este importante trabajo descubren con pudor su «herida moral» Iñaki Viar, Mikel Azurmendi, Teo Uriarte y Javier Elorrieta, miembros de ETA en los inicios de la banda.

«La responsabilidad de que yo participara en esos actos que me llevaron a la cárcel es exclusivamente mía», asume Iñaki Viar al ex­plicar aquel breve periodo de militancia durante el franquismo. «Yo soy el principal responsable», enfatiza con la honestidad y valentía ausentes en esos terroristas entrevistados en Bajo el Silencio que aún eluden la responsabilidad de sus decisiones personales. Los «traidores» son la antítesis de los fanáticos que soslayan la autocrítica necesaria para abrir tan necesaria «herida moral». No hay mitificación en sus relatos. No hay idealización del asesinato, sino destrucción de la aureola con la que otros revisten de honora­bilidad la violencia salvaje e injusta de ETA. Mikel Azurmendi: «Lo peor que puede hacer un hombre es matar a otro hombre». Teo Uriarte: «ETA era muy parecida a lo que había combatido [la dicta­dura]». Frente al imaginario falsario de los que idealizan a ETA, Iñaki Viar la define como una organización «ultranacionalista con todas las características de un movimiento nazi o fascista»:

Lo que ocurre es que como iba contra Franco se produce el gran equívoco que atrapa las historias de la gente. El gran equívoco de que es democrática o tiene algo de democrático. Es falso. Totalmente falso. Yo no era un demócrata.

La crítica moral de los «traidores» se extiende a la ideología to­talitaria que ha alimentado la barbarie de ETA y a los partidos na­cionalistas que la han propugnado mientras sus conciudadanos eran asesinados. Iñaki Viar:

Toda la vida utilizaron a los criminales para su causa, la causa del nacionalismo, una causa que pertenece a mi familia como a tantas otras, para mí es una causa indigna. El terrorismo ha sido muy rentable para la ideología nacionalista.

Elorrieta desmonta la épica de esa retórica adulterada reprodu­cida por nacionalistas fanatizados como los que Iñaki Arteta mues­tra en su película:

Eso de ser patriota realiza mucho. El más tonto del pueblo, el más borrachín, se hace aberlzale y ya está, se siente realizadísimo. [...] El hacerse patriota es una manera baratísima de autorealización y de seguridad. Es gente absolutamente impermea­ble a los argumentos y a los datos. Por eso era fundamental la aplicación de la ley. [...] La consigna, «no son nada sin pistolas», es verdad. No son nada sin pistolas. Son muy cobardes indivi­dualmente. El nivel de cobardía en el País Vasco individualizado es tremendo.

El discurso manipulador del nacionalismo se desmorona al es­cuchar a Iñaki Viar: «Detrás de esa cobardía, hay racismo. Ra­cismo. Es decir, mataban a españoles. Y eso es lo que les ayudaba a soportar el crimen». La asimetría moral emerge de nuevo al contrastar a los inmorales con los heridos morales. Teo Uriarte denuncia esa adhesión primaria «que te permite ser fiel a tu tribu»: «Con el pensamiento integrista solamente eres fiel a un mínimo de consignas. Y fuera de allí existe la condenación eterna. O fuera de allí sólo existe el traidor». La mayoría carecen del valor para enfrentarse al pasado, tarea que, como reconoce Viar, no es sencilla. La «transferencia afectiva» hace posible la empatía a las víctimas que los nacionalistas siguen deshumanizando y culpabilizando en alguna medida para neutralizar su culpa. Uriaarte lo ilustra recordando el primer funeral de una víctima de ETA al que asistió: «Me llegó al alma el dolor de los padres, pero sobre todo de la madre de aquel Guardia Civil».

Pero la humanidad de unos pocos se mira en el espejo de la inhumanidad de quienes siguen atrapados en el totalitarismo nacionalista, ideología que, como en una secta, blinda a sus adeptos de la realidad. Se enfrentan al pasado sin el distanciamiento mo­ral de los fanáticos, denunciando que eta perseguía el poder con violencia para ejercerlo también con violencia; que eta y Batasuna constituían un movimiento fascista que mediante el terrorismo despiadado pretendió secuestrar la democracia atentando contra los derechos y libertades más esenciales, sembrando el miedo y coartando gravemente la libertad de expresión. Su lenguaje es ine­quívoco y sin las ambigüedades de tantos. En sus testimonios se in­tuye el pánico moral de haber sido parte de esa inmoralidad que ha infectado profundamente el tejido político y social. Mikel Azurmendi:

Todos mis alumnos planteaban, prácticamente un día sí y otro también, que había que asesinar, que el asesinato era bueno. Simplemente por incordiarme. O sea, ¡Tener que estar defen­diendo en clase, en la Universidad, que el asesinato es malo! Eso me ha pasado a mí.

Los rostros de la injusticia

 

Recordando a Avishai Margalit, puede afirmarse que las socieda­des vasca y navarra son hoy sociedades indecentes, pues las vícti­mas del terrorismo nacionalista no reciben el honor debido por parte de sus instituciones. Sociedades en las que las institucio­nes, pero no sólo estas, renuncian a la lucha contra las condiciones que justifican que los ciudadanos no nacionalistas se consideren humillados por parte de quienes han violado sus derechos huma nos. Son estas instituciones las que permiten, como Arendt explica al referirse a los criminales nazis, que los criminales nacionalistas eviten los problemas de conciencia que su crueldad e injusticia reclamarían en una sociedad decente. Bajo el silencio nos descubre una sociedad profundamente injusta en la que la impunidad se ha consolidado, esto es, las atrocidades cometidas carecen de con­secuencias en la forma de sanción política y social. Los múltiples rostros de la injusticia, parafraseando a Judith Shklar, se aprecian con nitidez en Bajo el silencio. Las «injusticias activas» y las «pasi­vas», son abundantes. No sólo se niega la justicia normativa en aquellos casos en los que la víctima no recibe la necesaria repara­ción con una retribución penal ausente en cientos de crímenes to­davía sin esclarecer. Se incumple asimismo la Ley de Víctimas del Terrorismo que literalmente obliga a Estado y Administraciones Públicas a impedir actos que «entrañen descrédito, menosprecio o humillación de las víctimas o de sus familiares, exaltación del te­rrorismo, homenaje o concesión pública de distinciones a los terro­ristas». Pero, además, la «injusticia pasiva» emerge en las actitudes y comportamientos de una ciudadanía que mayoritariamente se niega a oponerse al mal y a la crueldad que la violencia nacionalis­ta entraña, aceptando tantas injusticias cotidianas como las que se derivan de décadas de terror. Entre ellas el indulto político, moral y social a los responsables de las atrocidades cometidas con el fin de imponer una hegemonía nacionalista que hoy se asienta sin ape­nas desafío.

En ese contexto las constantes reclamaciones de memoria para las víctimas del terrorismo permiten apaciguar conciencias mientras se apuntala la impunidad, pues como observa Yosef Yerushalmi, el antónimo de olvido no es la memoria, sino la justicia. Durante el último «Día de la      Memoria», celebrado en noviembre de 2020, frente a varias víctimas convocadas por el Centro Memo­rial de las Víctimas del Terrorismo, Denis Itxaso, delegado del Gobierno en el País Vasco, se limitaba a pedir a «ese mundo que aún homenajea la muerte» que «suspendan» sus homenajes porque «pisotean la dignidad de las víctimas». Pero también porque «tratan de secuestrar la voluntad del excarcelado». Nadie reclamó aplicar la Ley de Víctimas que prohíbe esas humillaciones. En cambio, sí se aplaudió la victimización del terrorista instrumentalizando el dolor de las verdaderas víctimas mientras se invocaba su memoria. Las inversiones morales son a veces sutiles, pero profun­das y constantes. Los «traidores» con los que Jon Viar conversa siguen siéndolo todavía para una parte significativa de la sociedad. Su estigma pesa más en una sociedad en la que el nacionalismo ejerce su hegemonía política, social y cultural. En cambio, la de­nuncia moral de los crímenes terroristas y de su usufructo por el nacionalismo es minoritaria, pues todavía encuentran amplia com­prensión e incluso apoyo.

«Hay una frase de Dante que dice que los lugares más calientes del infierno están reservados para quienes quedan callados ante la injusticia. ¿Qué te parece esa cita?», le pregunta Felipe Larach a Kirmen Uribe, escritor que en su página web se presenta como «comprometido políticamente, con una conciencia global y huma­nista y una voz directa y diferente». Así concluye un diálogo en el que Uribe se muestra en todo momento elusivo, como ilustra su reveladora respuesta a otra pertinente pregunta: «¿El miedo ha sido un factor determinante para no poder hablar?» «No sé, no sé, me incomoda la entrevista». El miedo a la exclusión política y social en una sociedad en la que el nacionalismo es hegemónico contri­buye a la corrupción moral que hoy gangrena la sociedad del poste­rrorismo eludiéndose hacer frente al pesado legado de la cobardía.

Con enorme valor la introspección de Iñaki Viar en Traidor descubre el «conflicto moral», la «repugnancia moral» de quienes, como sus padres, repudiaban la violencia, pero no fueron a manifestarte nunca contra ETA:

En el mundo nacionalista estuvieron mis padres toda su vida. Fueron decentes, personas no violentas y que les horrorizaban los crímenes de ETA. Y ya en la democracia, cuando ya todo el mundo se dio cuenta, se sentían mal, se ponían malos cuando aparecían terribles atentados en televisión. Que los hicieran vas­cos nacionalistas les dejaba muy incómodos. Yo no tenía que discutir con ellos porque les parecía un horror, que eso no se jus­tificaba con nada. Pero eso no quiere decir que ETA, políti­camente, a la hora de traducir la condena moral, y la repugnancia moral, en medidas políticas, es donde está el conflicto moral. Es decir, no fueron a la calle a manifestarse contra ETA creo que nunca. Es el problema del nacionalista. Que si van contra ETA, entonces van con el Gobierno español, con la legalidad española, la Constitución y las leyes españolas. Y por eso el nacionalismo siempre se mantenía de una manera cobarde, horrible, y cómpli­ce, porque seguía una complicidad con los asesinos. ¿Por qué? Porque está en los ideales nacionalistas. Y este es el problema difícil, el de políticamente enfrentarte contra los tuyos cuando hay que hacerlo. Eso es lo que no han sabido hacer aquí. Ante­ponen su interés ideológico, su sentimentalidad ideológica, a la ley, al derecho a la vida de los demás. Y esta cobardía creo que en este país deja una basura moral que contamina todo.

«¿Por qué no hacen un mea culpa, un arrepentimiento?», pre­gunta en Bajo el silencio María Ángeles Amor, viuda del Guardia Civil José Olaya, asesinado por ETA en Lemoa, la localidad donde su su marido fue asesinado con una bomba activada desde el campanario de la iglesia. El diálogo entre ambos muestra el obsceno afán del párroco por establecer una equidistancia moral entre alas víctimas del terrorismo nacionalista y los terroristas junto a sus cómplices.

Casi me llevo un sentimiento de culpabilidad porque él me hace creer que es que, bueno, que es que aquí había dos bandos. […] Peor para las víctimas. Es que eso es lo que yo sigo viendo toda­vía, después de treinta y ocho años. Las víctimas siguen siendo culpables aquí.

R.A.  Junio de 2021

 

 

 

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