El castellano en Cataluña. Historia de una infamia

30 - 09 - 2005 / Xavier Pericay, El noticiero de las ideas, AT, I ciclo homenaje a J.R. Lodares

(Una primera versión de este texto se publicó en el número 23 de El Noticiero de las Ideas, correspondiente a julio-septiembre de 2005, con el título «La depuración del castellano en Cataluña»)

Conferencia pronunciada en el marco del "I ciclo homenaje a J.R. Lodares" organizado por la Asociación por la Tolerancia. 30/9/2005.

Xavier Pericay

Es muy probable que todo empezara con aquellos vientos. Sí, con aquel manifiesto titulado «Por la igualdad de derechos lingüísticos en Cataluña» que Diario 16 publicó el 12 de marzo de 1981 en su suplemento literario –cuyo nombre, «Disidencias», tan bien encajaba en la naturaleza y el propósito del escrito– y que pronto iba a ser conocido como «el manifiesto de los 2.300» o, simplemente, como «el manifiesto» por antonomasia. Leído hoy, el texto deja un regusto contradictorio. Por un lado, cierta sensación de déjà vu, cierto aroma de época –inevitable, por lo demás, si se repara en el tiempo transcurrido: casi un cuarto de siglo–, con sus referencias a la lengua como un «vehículo intelectual y afectivo que une al niño con sus padres y que, además, comporta toda una visión del mundo» o, en el caso de la lengua catalana, como «un excelente instrumento para desviar legítimas reivindicaciones sociales que la burguesía catalana no quiere o no puede satisfacer». Por otro lado, el asombro, el espanto incluso, de comprobar que lo que entonces se anunciaba como un peligro –a saber: que se estaba iniciando un proceso destinado a «convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña»– ha adquirido ya la firme categoría de hecho contrastado. En otras palabras: advertidos estábamos y, sin embargo, de nada ha servido.

Por supuesto que el momento era malo. Malísimo. Unos días antes, la democracia española había estado a punto de saltar por los aires. En el prólogo a la segunda edición de Lo que queda de España Federico Jiménez Losantos, uno de los primeros firmantes de aquel manifiesto y corresponsable asimismo de su redacción, relata como el texto estaba ya listo –lleva fecha de 25 de enero de 1981– y la recogida de firmas terminada cuando se produjo el intento de golpe de Estado del 23 de febrero. Y como se demoró su publicación, para alejarla, en la medida de lo posible, del golpe y sus efectos, entre los cuales la LOAPA, la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico. No fue posible, claro. Ni siquiera lo habría sido de haber dejado pasar los promotores del manifiesto unos cuantos meses entre una fecha y otra en vez de esos veinte días escasos. Y hasta me atrevo a decir –con la ventaja que da, sin duda, la proyección de una mirada retrospectiva– que, incluso sin golpe y sin efectos, la cosa habría tomado los derroteros que tomó. Y es que el momento también era malo por otros motivos. La persecución de la lengua catalana, la proscripción de su enseñanza, el franquismo, en definitiva, estaban todavía muy presentes. Si bien se mira, ¿qué son unos pocos años de provisionalidad autonómica y apenas uno de autonomía definitiva frente a casi cuarenta de prohibiciones y censuras? Pero no sólo el franquismo seguía vivo en muchas mentalidades. Esa argamasa que buena parte de la sociedad catalana había ido fabricando a modo de dique contra la dictadura, formada por algo de conservadurismo, algo más de izquierdismo y mucho nacionalismo, y a la que se convino en llamar antifranquismo, tampoco había desaparecido. Al contrario. Su propio carácter reactivo le aseguraba una larga vida. El pasado estaba allí, bajo tierra, es cierto, pero a un palmo tan sólo; bastaba con hurgar un poco para exhumarlo. Y no faltaban manos. Así las cosas, la aparición de aquel manifiesto venía que ni pintiparada. ¿O acaso el castellano, esa lengua que el manifiesto decía defender, no era la lengua del imperio?

Las primeras reacciones ya dieron el tono. El 14 de marzo, dos días después de la publicación del texto, La Vanguardia lo reproducía en sus páginas. Y le añadía un editorial. El editorial. Aunque mejor sería invertir el orden de los factores y decir que al editorial le añadía la reproducción del documento, puesto que, según el propio periódico, la inserción del manifiesto, más que a un criterio informativo, obedecía al interés de «que el lector juzgue y pueda interpretar este comentario editorial». El caso es que en aquel fondo titulado «Convivencia y libertad» estaban ya formuladas las tres impugnaciones mayores que, en lo sucesivo –y lo sucesivo, conviene no olvidarlo, significa casi un cuarto de siglo–, iban a servir de anatema contra cualquier amago de disidencia, lingüística o de otra índole. En primer lugar, lo extemporáneo del lugar y de la fecha de publicación: «Este documento se publica en un periódico de Madrid un mes y medio después de haber sido fechado y con el atentado a la Constitución sufrido en medio», lo cual equivalía a decir que había nacido en el extranjero y con alevosía, en plena convalecencia constitucional. Luego –por si no bastaba con el detalle de la datación del texto para destacar el carácter ajeno, impropio, sobrante, en una palabra, de sus redactores y suscriptores–, la alusión encomiástica a quienes, charnegos agradecidos o burgueses a su pesar, jamás se habían ni se habrían atrevido a levantar la voz por algo parecido: «Afortunadamente los grandes nombres de lengua castellana que hace años viven en Cataluña y son queridos y respetados por todos, no figuran en la parva selección de los firmantes del documento». Y, en fin, como signo inequívoco de las intenciones aviesas de estos firmantes y de la ideología que arrastraban, la acusación de haber resucitado con su iniciativa el «problema catalán», ya que «en estos momentos, atacar a la Generalitat de Cataluña es atacar a la Democracia, a la Corona y a la Constitución, porque son partes de un todo que es el Estado español».

A lo largo de los días y meses siguientes, los medios fueron recogiendo con prontitud los signos más visibles de la polémica: las declaraciones de los políticos, unánimemente contrarias a los hechos denunciados –mejor dicho: a la denuncia de estos hechos–; la respuesta de la Dirección General de Política Lingüística, una suerte de cuestionario, a medio camino entre lo didáctico y lo policial, dirigido a los firmantes del manifiesto; el acto celebrado en la Universidad de Barcelona por «intelectuales, profesionales y trabajadores de la cultura en general que sienten como patrimonio propio e irrenunciable la lengua y la cultura catalanas» en contra de lo que ya era designado como «el manifiesto de Madrid», y que dio nacimiento a la Crida a la Solidaritat en Defensa de la Llengua, la Cultura i la Nació Catalanes, más conocida como «la Crida» a secas; el atentado de que fue víctima Jiménez Losantos, cuando dos pistoleros le dispararon una bala en la rodilla, y que supuso otro nacimiento, el de la banda terrorista Terra Lliure; el acto multitudinario celebrado el día de la festividad de San Juan en el Estadio del FC Barcelona como continuación del de la universidad barcelonesa, y al que asistieron alrededor de 80.000 personas; y un sinfín de artículos y cartas al director para todos los gustos, donde lo que más abundó fueron los gustos opuestos al manifiesto y donde no faltó la aportación de insignes escritores barceloneses en castellano, como Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral, que tildaron el texto de «profesional e intelectualmente vergonzoso» (Gil de Biedma) o afirmaron, en un espectacular ejercicio de anticipación dialéctica, que «negar la prioridad del catalán en Cataluña es majadería equivalente a negar a la comunidad catalana el título de nación por temor a los excesos de la reivindicación política» (Barral). Y, por si alguien dudaba todavía del desenlace de la polémica y del lugar en que se encontraba cada cual, en septiembre de aquel infausto 1981 el Ayuntamiento concedió el premio Ciudad de Barcelona en su modalidad de mejor aportación cultural a los responsables de la campaña «en defensa de la lengua, la cultura y la nación catalanas». Era la traca final.

A partir de entonces, excepto alguna apelación a los tribunales de justicia, ya nada ni nadie iba a oponerse al proceso de normalización de la lengua catalana. El campo estaba despejado. La mayoría de los disidentes fueron abandonando Cataluña –a los pocos días de la publicación del manifiesto, el propio consejero de Enseñanza de la Generalitat, Joan Guitart, reconocía que, sólo en la provincia de Barcelona, más de diez mil maestros habían solicitado el traslado a otra zona de España en los últimos tres años– y los que no pudieron o no quisieron irse tuvieron muy claro cuál iba a ser en adelante su papel: o aceptar la jerarquía lingüística imperante –lo que comportaba, indiscutiblemente, ir renunciando poco a poco al uso del castellano en el ámbito de lo público– o convertirse en un sujeto indeseable y asocial. En otras palabras: la integración forzosa o la marginación definitiva.

Había ocurrido, estaba ocurriendo, lo que el manifiesto ya advertía. El artículo 3 del Estatuto de Autonomía aprobado a finales de 1979 hablaba en su punto 1 del catalán como «lengua propia de Cataluña», y en su punto 2, del catalán y el castellano como lenguas oficiales en la Comunidad. Por este orden. Y el orden importaba, puesto que el Gobierno de la Generalitat únicamente parecía atender, en su política, al primero de los dos puntos, al que descansaba en consideraciones de carácter histórico o territorial. Un viejo asunto, éste de la propiedad. Tan viejo como el de la lengua.

Ya en la Segunda República, cuando la tramitación del Estatuto anterior, la cuestión de la lengua había provocado más de un tira y afloja entre las partes –es decir, entre los Gobiernos de Cataluña y de España–. Y aunque a lo largo de todo aquel proceso no se había hablado sino de la oficialidad de los idiomas –así se colige, cuando menos, de la lectura de las diferentes versiones del texto estatutario–, es muy probable, visto el desenlace, que el recurso a la propiedad estuviera ya en la recámara de los negociadores catalanes. Recordemos los hechos. Nada más proclamarse la República, una asamblea de diputados catalanes elaboró una propuesta de Estatuto que fue aprobada por el Gobierno de la Generalitat provisional el 14 de julio de 1931 y refrendada el 2 de agosto del mismo año por la inmensa mayoría de los ciudadanos de Cataluña con derecho a voto. Pero lo que debía ser un proceso relativamente breve de negociación –el color político era el mismo en Barcelona y en Madrid, e incluso Francesc Macià, presidente de la Generalitat, se había desplazado a la capital del Estado para hacer solemne entrega del texto del Estatuto al presidente del Gobierno provisional de la República, Niceto Alcalá Zamora– se vio obstruido, en primer lugar, por la elaboración en el Congreso de la Constitución republicana y, luego, por la dificultad de encajar aquel texto inicial, fruto de las ilusiones del momento, en la nueva realidad del Estado. Finalmente, tras muchos meses de disputas y desencuentros, las Cortes constituyentes aprobaron el 9 de septiembre de 1932 el Estatuto catalán. Pues bien, entre el texto final y el inicial, y en lo referente a la cuestión de la lengua, había no pocas diferencias. Por ceñirnos a lo esencial: lo que en la versión primigenia de 1931 rezaba de este modo: «La lengua catalana será la oficial en Cataluña, pero en sus relaciones con el Gobierno de la República será oficial la lengua castellana», adoptaba en la definitiva de 1932 la forma siguiente: «El idioma catalán es, como el castellano, lengua oficial en Cataluña. Para las relaciones oficiales de Cataluña con el resto de España, así como para la comunicación de las autoridades del Estado con las de Cataluña, la lengua oficial será el castellano».

Se trataba, qué duda cabe, de una modificación sustancial: nada menos que el paso de la oficialidad a la cooficialidad. Es decir, del sueño a la realidad. Pero la resignación con que las huestes de Macià, todopoderosas en Cataluña, habían aceptado los sucesivos recortes en éste y en otros artículos de su ley estatutaria no era sino aparente. Les quedaba una carta: el Estatuto Interior. Y la jugaron. El 25 de mayo de 1933, el Parlamento de Cataluña surgido de las primeras elecciones autonómicas de 20 de noviembre de 1932, aprobaba, con el voto en contra de los diputados de la Lliga de Cambó, un Estatuto Interior en cuyo artículo 3 podía leerse: «La lengua propia de Cataluña es la catalana». Y, como ejemplo de esta propiedad y del influjo de las teorías herderianas, un artículo 11 en el que se indicaba que «la enseñanza primaria será obligatoria, gratuita y catalana por la lengua y por su espíritu». En el texto aprobado por el Parlamento, el vocablo «castellano» no aparecía ni una sola vez.

En vista de la política lingüística practicada por los sucesivos gobiernos de la Generalitat durante la República, y especialmente en el ámbito de lo público, está claro que lo que mandó fue el Estatuto Interior y no el otro. O sea, el recurso a la propiedad. O aún: la consideración de que, por mucho que el marco legal hablara de dos lenguas oficiales, sólo una de estas dos lenguas, la propia, era realmente merecedora de los desvelos de quienes gobernaban en aquella parte de España. Ni que decir tiene que lo mismo ha ocurrido con el Estatuto de 1979, tal como denunciaban ya en marzo de 1981, en su manifiesto, aquellos catalanes circunstanciales que en su gran mayoría acabarían haciendo las maletas y abandonando la tierra donde habían vivido, trabajado y hasta puede que nacido. Con el agravante de que en la Cataluña de 1979 el número de castellanohablantes era infinitamente superior, pues equivalía a más del 50 por ciento de la población. Como infinitamente superior ha sido la vigencia del Estatuto actual, y sus efectos, en comparación con el de 1932.

Pero acaso lo más destacable de este doble proceso estatutario sea otro paralelismo, otra coincidencia, que no afecta ya a la letra de los artículos relacionados con la oficialidad o la propiedad de las lenguas, sino a los partidos responsables de su aplicación en el campo de la enseñanza pública. Y es que, si en los años treinta del pasado siglo fue la izquierda gobernante –republicana y de Cataluña– la valedora de una enseñanza «catalana por la lengua y por su espíritu», a comienzos de los ochenta fue también la izquierda –socialista y comunista, esta vez, y en la oposición– la que convenció a quienes gobernaban de que el sistema educativo catalán no podía permitirse, como el del País Vasco, una triple línea. Ni siquiera una doble. De haber optado por una de estas vías –sostenían los agoreros–, la sociedad catalana se habría resquebrajado. Y lo extraño no es que la izquierda, sin aportar prueba alguna, creyera entonces aquello y lo utilizara como un argumento de peso en sus tratos con el Gobierno nacionalista que acababa de alcanzar el poder: lo extraño es que, pasada más de una década, por ejemplo, y tras permanecer claveteada en los bancos de la oposición, esa izquierda siguiera defendiendo lo mismo, como lo prueban estas palabras de Jordi Solé Tura, un viejo comunista convertido al socialismo, publicadas el 24 de febrero de 1994 en el diario El País: «Incluso Convergència Democràtica de Catalunya coqueteó al principio con la propuesta de establecer líneas paralelas en la enseñanza, una en castellano y otra en catalán, y fueron las fuerzas de izquierda las que impidieron esta división lingüística, que habría conducido inevitablemente a una división social y a un enfrentamiento lingüístico en Cataluña». Y lo extraño, en fin, es que todavía hoy, con una enseñanza primaria y secundaria y un bachillerato catalanizados de arriba abajo, y una universidad que lleva años viéndole las orejas al lobo, si no algo más, los partidos de izquierda sigan poniéndose la medalla de haber evitado esta supuesta división y este supuesto enfrentamiento. Del precio pagado, claro, ni palabra. Será que no va con ellos.

Los sucesivos gobiernos de Convergència i Unió partieron, pues, con la indiscutible ventaja de saber que la oposición nunca ejercería como tal en estos asuntos –por no decir que nunca ejercería como tal en ningún asunto–. Existe incluso la posibilidad de que la renuncia inicial del nacionalismo a la doble línea lingüística tuviera mucho que ver con el convencimiento de que, dadas las circunstancias políticas, merecía la pena arriesgarse y no conformarse con la mitad del pastel. Aun así, en el campo propiamente educativo casi todo el trabajo estaba por hacer. A pesar de la gran cantidad de maestros y profesores castellanohablantes que habían ido emigrando desde finales de los setenta en vista de la que se avecinaba, todavía quedaban muchos en Cataluña. Y luego estaban los que se iban incorporando por entonces al mundo laboral, una vez terminados sus estudios. Aquellos primeros años fueron, por lo tanto, lo más parecido a una reconversión. Reciclaje, lo llamaban; cursos de reciclaje. Estos cursos consistían, como su nombre indica, en cambiarle el ciclo idiomático al maestro o profesor. Aunque el objetivo declarado era que aquel buen hombre o aquella buena mujer estuvieran en condiciones de ejercer su oficio en cualquiera de las dos lenguas oficiales en Cataluña, la consigna era, por supuesto, ganar adeptos para la causa. O sea, lograr que aquellos enseñantes que en su mayoría habían dado clase hasta entonces en castellano lo hicieran en adelante en catalán. Según un estudio hecho público en abril de 1981 por el Instituto de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona, entre 1979 y 1980 habían sido sometidos a reciclaje diez mil maestros (un 26% del total existente en Cataluña) y, para el año en curso, la cifra alcanzaba ya los quince mil. Sobre los resultados de esta inmersión acelerada del profesorado –es decir, sobre el efecto que el proceso de reconversión tuvo en las aulas– no existen datos, aunque cabe imaginar que hubo de todo: desde el que se mantuvo en sus trece, sirviéndose en la docencia del único idioma en el que se sentía competente, hasta el que se alistó gozoso y agradecido en el ejército del proselitismo normalizador.

Del mismo modo, la penetración del catalán siguió ritmos distintos –de más a menos– según que se tratara de la Cataluña interior, del centro de Barcelona o de la periferia barcelonesa y el área metropolitana. Todo esto duró unos cuantos años, lo justo para comprobar algunas cosas esenciales: lo bien que se estaban portando en este terreno los sindicatos mayoritarios –tan bien, en el fondo, como sus primos hermanos, los partidos políticos de izquierdas–, pues apoyaban sin reservas el proceso de catalanización emprendido y sólo pedían a cambio las naturales prebendas para sus afiliados; lo importantes que iban a ser, en el futuro, el cuerpo de inspectores del Departamento y los equipos directivos de los centros, y lo inútil que era continuar por esta vía más o menos persuasiva si uno quería zamparse todo el pastel y no conformarse con la mitad.

Y entonces vino el milagro: la reforma educativa. El Gobierno de España, socialista, ponía en marcha la LOGSE, la Ley Orgánica General del Sistema Educativo. De nuevo la izquierda con sus ideas. El igualitarismo hecho ley. No era éste el sentir –ni el pensar– de los gobiernos de Convergència i Unió, mucho más partidarios, sin duda, de la meritocracia. Pero una reforma como aquélla, que iba a poner patas arriba la educación del país, constituía sin duda una oportunidad inmejorable para dar el empuje definitivo a la generalización del catalán en las aulas y a la consiguiente liquidación del castellano como lengua de enseñanza en Cataluña. El Gobierno de España necesitaba el apoyo de su homólogo regional para que su reforma prosperara –las competencias en Educación estaban ya traspasadas casi por completo a la Generalitat–, y el Gobierno de Cataluña precisaba de una coyuntura favorable para hacer bajo mano lo que la propia Ley de Normalización Lingüística de 1983 no le permitía hacer a plena luz.

Entre las muchas cosas que la ley no contemplaba estaba la inmersión. La inmersión lingüística. Nada nuevo. Las escuelas francesas, inglesas, alemanas o italianas radicadas en Cataluña llevaban muchos años ofreciendo este servicio. Se cogía a una criatura catalanohablante o castellanohablante, se la encerraba unos cuantos años en uno de estos centros y la criatura salía de allí con un dominio envidiable del idioma extranjero. Ni que decir tiene que los padres que podían permitírselo estaban encantados con el resultado. No, lo nuevo no era eso, en efecto. Lo nuevo era que la inmersión se hiciera con una criatura cuya lengua materna era siempre el castellano, en un idioma que era siempre el catalán, y que a los padres afectados ni siquiera se les pidiese su parecer. Lo nuevo en Cataluña, por supuesto. Porque en Québec, esa región autónoma de Canadá donde también existen dos lenguas oficiales y por la que los nacionalistas catalanes han sentido siempre una verdadera devoción, hacía tiempo que escolarizaban en francés a los niños anglohablantes. Y los peritos lingüísticos de la Generalitat habían cruzado ya el Atlántico unas cuantas veces para tomar cumplida nota del experimento. Total, que a finales de los ochenta, aprovechando que se empezaba a testar la nueva ley y que, en consecuencia, algunos centros docentes iban a convertirse en centros piloto, el Gobierno catalán decidió que había llegado el momento de comerse la otra mitad del pastel.

Para ello, claro está, había que contar con la colaboración de los sindicatos, con la ayuda de los equipos directivos y con la aquiescencia de las asociaciones de padres de alumnos. A todos se les dio lo que pedían. A los primeros, la igualación entre maestros y profesores, y unas oposiciones hechas a su medida; a los segundos, aparte del ejercicio del poder, la posibilidad de ir medrando en la administración pública; y a los terceros, en fin, la certeza de que sus hijos, con el nuevo sistema educativo, no tendrían la menor dificultad para superar cuantos obstáculos académicos fueran encontrando. El precio convenido con todos estos colectivos no era otro que el silencio, o la vista gorda, ante el proceso de descastellanización a ultranza de la enseñanza obligatoria. Se empezó por abajo, por los párvulos, y se fue subiendo. A mediados de los noventa, cuando la marea había alcanzado ya la secundaria, el Gobierno quiso arreglar la situación. No se trataba, por supuesto, de echar el freno y ajustar el uso de la lengua en las aulas al marco de la ley, sino de todo lo contrario: de ajustar el marco de la ley al uso ilegal que se estaba haciendo de la lengua en las aulas. Y se enterró el viejo código del 83 para dar paso a uno nuevo, que, aparte de blanquear las tropelías realizadas hasta entonces en la enseñanza, permitía a la Generalitat meter mano en los medios de comunicación privados y en el comercio. Así, el 30 de diciembre de 1997 el Parlamento catalán aprobaba la Ley de Política Lingüística con los votos del 80 por ciento de sus señorías. Aunque esta vez ERC no había dado el sí por encontrar el texto demasiado blando, el resto de la izquierda –socialistas y comunistas– no faltó a su cita habitual con el nacionalismo conservador.

Con todo, no habría que deducir de cuanto venimos diciendo que el proceso fue un camino de rosas para la administración. En absoluto. Pese a las bajas sufridas, seguía habiendo ciudadanos disconformes y dispuestos a plantar cara. Se presentaron denuncias contra la Generalitat. Se interpusieron recursos ante los tribunales. Hasta se publicaron sentencias favorables a los demandantes, que el departamento de Enseñanza ni siquiera se dignó tomar en consideración. También nacieron en aquellos años varias formas organizadas de resistencia: la Asociación por la Tolerancia, la Asociación de Profesores por el Bilingüismo, la Coordinadora de Asociaciones para la Defensa del Castellano, el Foro Babel o Convivencia Cívica Catalana. Pero todo ello, aunque engorroso para quienes gestionaban el poder, no paralizó en modo alguno lo que ya venía anunciado en aquel manifiesto de 1981. En efecto, a comienzos del siglo XXI no había en Cataluña otra lengua oficial que el catalán: en la enseñanza obligatoria, en el bachillerato y en la universidad; en todos los niveles de la administración autonómica; en todos los de la administración local, como prescriben los reglamentos de uso lingüístico de los ayuntamientos, así en Gerona como en Cornellà; y, en fin, en todos los medios de comunicación públicos. Sólo la administración de Justicia, demasiado pesada para caer tras los primeros envites, y la del Estado, por razones de Estado sin duda, parecían resistirse. Y al lado de este mundo oficial marcado por el monolingüismo, y como válvula de escape, el otro mundo, el de la calle, el de las relaciones humanas, el de las transacciones comerciales, donde el idioma no era más que un simple sistema de comunicación, un instrumento exento de valor simbólico, algo práctico, en suma, y donde, en consecuencia, catalán y castellano eran usados en toda circunstancia con absoluta libertad.

Así de negro estaba el panorama al empezar el siglo. Claro que siempre quedaba una esperanza: la esperanza de que en las elecciones de 2003, retirado Pujol, Pasqual Maragall alcanzara por fin la presidencia de la Generalitat. En vísperas de su anterior asalto de 1999, Maragall había dicho que en TV3, la televisión autonómica, debían utilizarse las dos lenguas oficiales. Y ahora, cuatro años más tarde, a un mes escaso de la celebración de los comicios, había afirmado ante una asamblea de notables de la cultura catalana que el castellano era «un patrimonio formidable», y que el futuro Estatuto debería incluir semejante afirmación en su articulado. Una promesa valiente, sin duda, porque llevaba implícito el reconocimiento de que el prestigio de Cataluña era deudor del prestigio que el castellano había dado a Cataluña. O lo que es lo mismo: que Cataluña sería muy poca cosa sin el castellano. Y el caso es que Maragall esta vez ganó. En fin, no ganó, pero gracias a los votos de ERC alcanzó la presidencia. Y la izquierda, con él al frente, se puso a gobernar.

Han pasado casi dos años desde entonces. Pues bien, en estos casi dos años este Gobierno no sólo no ha rectificado en absoluto la obra de los Gobiernos anteriores de Convergència i Unió, sino que encima ha mostrado una diligencia tal en la aplicación de la Ley de Política Lingüística que puede decirse, sin exagerar un ápice, que la ofensiva contra el uso social del castellano ha comenzado. No cabe imaginar, por supuesto, que sus efectos igualen los producidos en el ámbito de la enseñanza, o de la administración pública, o de los medios de comunicación dependientes de la Generalitat, donde no queda más que una lengua, la catalana. Pero sí cabe esperar, por desgracia, que la tan socorrida paz social por la que siempre ha asegurado luchar esta izquierda que hoy gobierna se enturbie en adelante muchísimo más. Porque, en aplicación de la mencionada ley, el Gobierno autonómico ha creado unas Oficinas de Garantías Lingüísticas para que todo ciudadano pueda presentar una denuncia contra un establecimiento cualquiera por no haber sido atendido en catalán o porque los rótulos o los impresos del establecimiento no están en este idioma. (Ni que decir tiene que la ley no prevé garantía ninguna para el ciudadano deseoso de denunciar un establecimiento donde la lengua ausente sea el castellano.) Porque las multas impuestas a toda clase de comercios o empresas por dicho motivo no paran de crecer desde principios de 2004. Porque en la propuesta de Estatuto aprobada por el Parlamento de Cataluña el 30 de septiembre de 2005 figura ya el deber de conocer el catalán. Y porque, en fin, el presidente Maragall, tras descubrir en Guadalajara (Méjico) que el catalán era el ADN de los ciudadanos de Cataluña, parece haber renunciado definitivamente a aquel otro patrimonio formidable que un día no muy lejano prometió preservar.


30/09/2005 - Xavier Pericay, El noticiero de las ideas, AT, I ciclo homenaje a J.R. Lodares